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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Ahora, Guatemala

La admisión a trámite por el juez de la Audiencia Nacional Guillermo Ruiz Polanco de la denuncia presentada por la premio Nobel de la Paz Rigoberta Menchú contra tres ex dictadores y cinco altos mandos militares guatemaltecos, por los delitos de genocidio (exterminio del pueblo maya), tortura, terrorismo, asesinato y detención ilegal, es la primera consecuencia de esa especie de globalización judicial abierta por el caso Pinochet. A pesar de su frustrante desenlace, ese caso ha reforzado el principio de justicia universal para los crímenes contra la humanidad, cuarteado la coraza de impunidad tras la que se resguardan sus autores y devuelto la esperanza a las víctimas.En la responsabilidad que asume la justicia española resulta irrelevante que entre las víctimas existan varios ciudadanos de nacionalidad española o que se violara la extraterritorialidad de la Embajada de España en Guatemala durante el asalto policial que causó 37 muertos en 1981. Se trata de una aplicación del principio constitucional que proclama el derecho de "todas las personas" a la tutela judicial efectiva frente al supuesto de crímenes contra la humanidad, para los que la Ley Orgánica del Poder Judicial estableció la jurisdicción universal.

Como señala el juez, los denunciantes no han acudido a la Audiencia Nacional "por capricho o frivolidad", sino porque los tribunales de Guatemala no pueden otorgarles la tutela que demandan. De ahí que la jurisdicción guatemalteca, preferente en principio, deba "ser suplida por tribunales que -como los españoles- sustentan la extraterritorialidad de su jurisdicción en el principio legal de persecución universal de delitos gravemente atentatorios contra los derechos humanos".

No hay que ocultar que, como ha sucedido con Chile a raíz del caso Pinochet, el ejercicio de la justicia universal puede tener un alto coste en términos diplomáticos. Los gobernantes de los países afectados tienden a rechazar, con argumentos o pretextos diversos, el hecho de que tribunales de otros países enjuicien lo que los suyos son incapaces de practicar. España debe estar dispuesta a pagar ese precio. La apuesta por los principios casi siempre implica un coste, pero la experiencia indica que sólo asumiéndolos avanza la causa de los derechos humanos.

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Es posible que ese precio sea menor o desaparezca con el futuro Tribunal Penal Internacional. Pero no hay visos de que esa instancia vaya a funcionar en un plazo corto. El caso Pinochet y la denuncia de Menchú deberían servir al menos para que España impulse con firmeza su puesta en funcionamiento, ratificando cuanto antes el estatuto de su creación.

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