Los fines de siglo
Aparte la polémica de si el siglo XXI ha empezado ya o no empezará hasta el próximo año, el hecho indudable es que estamos en la transición entre el XX y el XXI, lo cual es motivo más que suficiente para incitar a la reflexión. Me parece que podrían extraerse interesantes enseñanzas si orientamos esa reflexión hacia lo que los pasados fines de siglo nos transmiten, y eso es lo que pretendo realizar aquí.Una primera ojeada a lo que pasó en la transición entre el siglo XVIII y el XIX, así como entre el XIX y el XX, nos descubre que ambos estuvieron marcados por un trascendental cambio tecnológico. En lo que se refiere a la primera de estas transiciones, el descubrimiento de la fisiocracia trastornó la economía, dando lugar a que el mercantilismo hasta entonces imperante fuese sustituido por un intenso cultivo de las técnicas agrícolas que revolucionaron el sistema de producción y la dimensión de los mercados. El énfasis puesto en la agricultura propició el desarrollo de la burguesía agraria y de su protagonismo social, con los consiguientes planteamientos revolucionarios que conocemos bien en su paradigmátíca expresión francesa. Todos lo sabemos: la Revolución Francesa de 1789 fue la campanada que nos hizo abandonar el antiguo régimen, abriéndonos las puertas de la Edad Moderna, y ello es, a su vez, consecuencia de la paralela revolución tecnológica, producida por la exaltación de la agricultura y los instrumentos que permitieron el máximo desarrollo de ésta: abonos, canalización, sistemas de regadío, redistribución de la tierra.
Ahora pasemos al otro fin de siglo que antes señalábamos: el que se produjo entre el XIX y el XX. Aquí vemos que la historia se repite, aunque ahora la revolución tecnológica no se efectúa en el campo, sino en las ciudades. El descubrimiento del vapor y la electricidad va a propiciar un sinnúmero de inventos y aplicaciones que transformarán la sociedad. Se produce un proceso imparable de urbanización con impresionantes concentraciones fabriles, lo que se traduce, a su vez, en un desarrollo industrial sin precedentes. Esto acarreará al mismo tiempo grandes transformaciones: la burguesía agraria se convierte en burguesía urbana e industrial, provocando la aparición de una clase obrera que nada tiene que ver con el campesino o aparcero. El proletariado es ahora el protagonista de la nueva situación, y ello hará que la Revolución Soviética de 1917 sea el símbolo de la nueva época. La Edad Moderna ha cedido el paso a la Edad Contemporánea, y la sociedad de clases tiende a convertirse en sociedad de masas.
El examen, por breve y simple que haya sido, creo que ofrece elementos suficientes para extraer conclusiones sobre lo que sin duda puede significar el cambio entre el siglo XX y el XXI, en el que estamos plenamente inmersos. La primera constatación es el trastocamiento que ya vivimos en lo que se refiere a la escala de valores y al comportamiento humano. La transformación es tan radical que, en alguna ocasión, me he atrevido a llamarla mutación histórica.
En la órbita de esta primera constatación comprobamos, una vez más, que con el fin de siglo coincide un profundo cambio social, dando por bueno el hecho de que los fines de siglo se convierten en referentes simbólicos inequívocos para explicar la dinámica social y las profundas transformaciones que ella implica. Una explicación de ello podría empezar a esbozarse a partir del hecho de que cada vez más los cien años parecen una esperanza razonable de vida, lo cual, a su vez, propicia el hecho de considerar los siglos como unidades independientes; por eso, al llegar el fin de cada uno de ellos, la densidad cultural se acentúa y condensa, propiciando los saltos cualitativos de la marcha humana que se expresan en las llamadas "crisis de fin de siglo" como categorías historiográficas específicas.
Con estas nociones en la cabeza, volvamos a lo que significa el cambio entre el XX y el XXI en que estamos inmersos, y lo primero que podemos comprobar es que, como en los anteriores fines de siglo analizados, estamos ante un impresionante cambio tecnológico promovido por los avances de la electrónica -y los prodigiosos chips- en sus aplicaciones prácticas: ordenador, fax, Internet y sus extraordinarias secuelas. Hemos entrado en lo que se ha llamado la "sociedad de la información", que ha empezado ya a protagonizar de modo impresionante nuestra vida, adquiriendo cada vez mayor volumen en nuestra actividad cotidiana tanto a nivel personal como colectivo.
El hecho curioso es que esta nueva revolución tecnológica no ha ido acompañada, como las anteriores, de ninguna revolución política. Se ha ido imponiendo silenciosa e imperialmente y ya abarca prácticamente a todo el planeta, de acuerdo con la onda globalizadora que abraza a todo el mundo. Se ha hecho presente paulatinamente y sin hacer ruido, de modo que pronto estaremos todos atrapados en la tela de araña (web). Ahora bien, esto plantea a su vez un problema inédito: ¿cuál es el sujeto histórico de la nueva revolución?
En la Revolución Francesa ese sujeto fue la burguesía, que impulsó el cambio imparable hacia la modernidad; en la Revolución Soviética la antorcha pasó al proletariado, aunque éste vio torpedeado su ascenso social por la nueva clase que protagonizó la nomenklatura, lo que provocó a su vez el hundimiento del comunismo. Ahora nos encontramos con una revolución que no tiene sujeto propiamente y que, de alguna manera, protagonizamos todos con una condición: gozar del nivel de vida adecuado para tener acceso a las nuevas tecnologías; de lo contrario, quedaremos excluidos del nuevo paraíso. Sólo los países ricos y poderosos, así como sus habitantes, podrán situarse al nivel tecnológico alcanzado por la nueva revolución. Esto conduce a la pobreza y a la exclusión social de partes enteras de la humanidad. El problema del siglo XX -la explotación del hombre por el hombre- ha sido sustituido en el XXI por otro de urgente solución: la exclusión de grandes sectores sociales a favor de otros plenamente favorecidos por las nuevas circunstancias. Me parece que en Seattle se vio algo de esto.
Ahora bien, sin duda el cambio más profundo no proviene de lo anterior, sino de las consecuencias individuales y sociales que traerá aparejada la nueva tecnología de la comunicación, de acuerdo con la cual se dará fin al primado de la letra impresa para dar paso al protagonismo de los medios audiovisuales. No estoy sugiriendo, como tantas veces se dice, que la galaxia Gutenberg ha llegado a su fin, sino que quedará subordinada a los nuevos medios tecnológicos que ya han empezado a adquirir protagonismo indiscutible. Esto es precisamente lo que antes he llamado mutación histórica, con cuya expresión quiero referirme a un cambio cualitativo que se va a producir en todos los órdenes de la vida, es decir, en el carácter mismo de nuestra civilización: estructuras sociales, pautas de conducta, mentalidad.
Al hablar de mutación histórica me estoy refiriendo, pues, a algo mucho más profundo que lo que habitualmente se llama una crisis; estoy hablando de un cambio estructural de hondo calado que afecta tanto a la sociedad misma como a los individuos que lo componen. Piénsese, por ejemplo, en lo que significa que una gran parte de los hombres pueda realizar un trabajo en casa -esté ésta donde esté- y que no tengamos que desplazarnos a la fábrica o a la oficina. Piénsese también en que la comunicación con cualquier parte del mundo se establezca de modo instantáneo y simultáneo (sin ningún tipo de espera). Esto quiere decir, entre otras cosas, que nuestra sensibilidad hacia el tiempo y la forma de vivirlo va a cambiar radicalmente, y el tiempo es lo que nos constituye por esencia como seres humanos, lo cual, a su vez, significa que nuestra mentalidad y nuestra forma de pensar van a cambiar radicalmente.
El cambio es tan profundo que resulta difícil imaginarlo, aunque algunas actitudes de nuestros jóvenes nos permitan empezar a adivinar algo. El hecho es que, en una civilización donde lo audiovisual es protagonista, la inversión de valores se realiza de forma automática. En un texto escrito con términos concretos y precisión semántica, el análisis racional y riguroso surge espontáneamente, pero, cuando el mensaje se transmite mediante expresiones orales acompañadas de imágenes, el margen de subjetivismo y de interpretación es mucho mayor, conduciendo con frecuencia a la ambigüedad y a la ambivalencia. Éste es el terreno en el que vamos a tener que aprender a movernos, con todas sus consecuencias. Es frecuente, al hablar de estas cosas, oír el término posmodernidad; me permito mantener estricta cautela en ese sentido. Es verdad que muchos aspectos de la modernidad han entrado en crisis, pero eso no debe hacernos olvidar que algunos de sus valores -libertad, responsabilidad, igualdad, justicia, democracia- siguen siendo irrenunciables para el hombre. Si la mutación histórica se los llevase por delante, habríamos descendido varios peldaños en el estatuto de nuestra dignidad como hombres.
José Luis Abellán es catedrático de la Universidad Complutense de Madrid.
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