Dos regalos dos MARCOS ORDÓÑEZ
1. Trepando por la cuerda de un rosario. Agustí Fancelli se lo recomendaba la semana pasada ("Obra de arte total. No se la pierdan"); yo vuelvo a recomendárselo hoy; con el arte siempre hay que insistir: Ricardo i Elena, espectaculazo de Carles Santos, en el Nacional. Lo mejor de Carles Santos es que parece estar cumpliendo, uno tras otro, sus más locos sueños de infancia, siguiendo al pie de la letra el consejo de Picasso: "Nunca es tarde para tener una infancia feliz". Esta vez le toca el turno a la infancia misma, una infancia "de cilicio y alabarda", como la de cualquier hijo de los cuarenta. Ricardo i Elena es un baldeo de lejía elegíaca sobre esa infancia, y una ópera de cámara marca Acme, y una película de Cine-Nic rodada con las gafas de Brossa (Noticia: Brossa está muerto, pero sus gafas viven). ¿Qué más? Una novela de aprendizaje contada en apenas una hora, una hora de maravillas. El hijo que quiere ser artista en color, los padres que sólo pueden ver en blanco y negro. El hijo encerrado en la tripa de una pianola y pataleando por salir, como el muerto mal matado de Goodfellas.Dottore Fancelli again: "No es autobiografía en la medida en que se convierte en biografía de todos: por eso los personajes hablan en latín". Palabras de infancia, o sea, Divinas Palabras: "El dinar s'está refredant", "El gos encara no ha tornat", "¿T'has canviat les sabates?"...
Siete intérpretes (buen número) que saben latín, y numismática. Maleficio de Semana Santa, atravesado por imágenes poderosas, contundentes. Un funambulista (Olivier Roustan) avanza por un alambre del que cuelgan cruces; baja un telón de langostinos con una Elena valquiria a modo de contrapeso. Y el rosario gigante por el que trepa la Rubia Perfecta (Ana Criado), que luego calentará el instrumento, pisando las afiladas cuerdas con sus pies desnudos, para guiar al niño Santos hasta un estrepitoso pianolingus. Entretanto, los padres eternos cantan su copla en blanco y negro. El padre, Ricardo: el hombre cubierto de corbatas al que nadie ha preguntado nunca nada, con una pluma Parker estallada a la altura justa del corazón. Ricardo es Antoni Comas, tenorazo alucinado, alucinante, al que Santos hacía cantar (en La pantera imperial) hundiéndole la cabeza en un cuenco de agua. Aquí, más por su dinero: Comas, en plenísima forma, hace, directamente, el Cristo, cantando pechiabierto en el trapecio, y luego es Don Tancredo, vestido de penitente, mientras un par de trapecistas le arrancan (¡el Terrible Vaivén del Péndulo de la Muerte, señoras y señores!) el hábito y la caperuza. A su lado, siempre, Elena, la mezzosoprano Claudia Schneider, un turbión de vida que en el sueño del niño Santos se agita, voluptuosa, en una cama vertical, con una frase definitiva tatuada en la frente: "L'últim que hem fet és tindre un altre accident de cotxe; lo primer que farem és anar una altra vegada a missa". Entre los dos, siempre, el fantasma de Donaxona (Mariona Castelar, contralto), con su máscara tremenda de Envenenadora de Valencia. ¡Lo dificilísimo que es cantar esa partitura, señoras y señores, y lo bien que suena todo! Placer inmenso de las ultravoces funámbulas, del piano amplificado, de la cuerda enroscándose como la rubia al rosario; sonoridades que tamborilean en el pecho y la tripa como un masaje tailandés. Y esa hora que no se acaba: aún les espera el Ballet Mecánico de los Muebles Monstruosos (una pesadilla de las Hermanas Gilda) y la penúltima Receta Santos para conjurar definitivamente el blanco y negro: tocar el Credo de la Missa pontificalis de Perosi en el armonio de la iglesia de Vinaroz, mientras se piensa intensamente en una rubia con piernas como langostinos frescos. ¡Carles Santos, nuestro freak más glorioso e internacional, señoras y señores! Ya me gustaría a mí llegar a su edad la mitad de loco que está él.
2. Ponte peluca. Regalo dos: Passatge Gutenberg, Lluïsa Cunillé, Tantarantana. A veces, en mi mente turulata, veo a una actriz en un personaje y pienso: "Lástima, lástima, se le ha escapado", y luego veo a la misma actriz en otra obra, en otro personaje, tiempo después, y me digo: "Ahora. Ahora lo tiene". Ha vuelto a pasarme, con Lourdes Barba, en Cunillelandia. Esa mujer que fuma junto a la ventana, recta en su silla, con un turbante y el perfil rapaz, es la relojera de La cita, que ahora tiene aquí una segunda oportunidad, y más espacio, un piso en un barrio de emigrantes, quizás el mismo de Olors, y más tiempo, aunque apostaría a que no demasiado. Aquí, en esta vida paralela, ya no es relojera. Aquí escribe cartas, dictadas por los emigrantes, y traduce cuentos del francés, pero sigue siendo Lourdes Barba, que nos muestra todo lo que no alcanzó a mostrar -ningún problema: a veces pasa- en La cita.
Passatge Gutenberg es una de las obras más claras y sencillas y desesperadas de Lluïsa Cunillé. Un estructuralista (en paro) diría que es una obra sobre las funciones del lenguaje: leer, escribir, corregir, narrar. La gramática parda de Cunillelandia, al alcance de todos, incluyendo resolución de la pregunta básica. Pregunta básica: ¿para qué sirve todo eso? Respuesta: para que la gente se quede un rato más con nosotros, mientras cae la tarde.
Ya sabemos que en Cunillelandia nunca nada es lo que parece. Llega una muchacha con una maleta al piso de la escritora de cartas. En ese piso vivió alguien que clavaba los objetos (el cenicero, la lámpara de mesa, la máquina de escribir) para no perderlos. Las dos mujeres comienzan a hablar, y el diálogo se tensa poco a poco como un cabello en vísperas de tormenta. Todo hace pensar en una oblicua estrategia de seducción, y posiblemente lo sea. La escritora de cartas interroga, pasa del sarcasmo a la nada velada súplica. Quiere precisión; quiere que la muchacha le cuente exactamente lo que le ha sucedido entre la estación y la casa. A cambio, cuenta cuentos, cada vez más transparentes: todos hablan de pérdida y de muerte. Cuando la noche ya está cerca, la muchacha abre la maleta y saca una peluca. Bajo el turbante de la escritora de cartas hay una cabeza rapada y, comprendemos, un malestar que crece como una ameba. La muchacha, un tanto inverosímilmente, no sabe leer; la escritora, con peluca nueva, le enseñará. Le enseñará si la muchacha vuelve, claro. ¿Por qué no habría de volver?
Cuadro segundo. Ya es de noche. Tour de force: ¿cómo escribir una carta de amor dictada por una muda? Atención al ejemplo práctico. Llega otra muchacha al piso de la escritora. Tiene el rostro y el cuerpo de un animal apaleado. Y, sí, es muda. En manos de cualquier otro autor, sin la sensibilidad y -digámoslo claro- sin la pureza de corazón de Lluïsa Cunillé, esta escena sería ridícula. En sus manos, y en las de sus actrices, minuciosamente guiadas, más que dirigidas, por Xavier Albertí, la escena es un pequeño prodigio de emoción limpia y clara. La escritora propone algo tan simple y tan enorme como esto: "Jo gravo la carta com si fos vostè i mentre parlo em va indicant si està bé o no". La escritora empieza a hablar, a contar. Es el cuento más hermoso de la noche, el definitivo; la última lección del manual. "Des que vas marxar em passejo pels carrers i, de vegades, de sobte, em sembla que et veig tombar una cantonada...". La muchacha muda asiente, cada vez más lenta, con los ojos muy abiertos. Sigue la voz, esa voz que ahora es la suya: "Sento que la vida sense tu se'm va escapant... que fa temps que se m'escapa a poc a poc i no puc fer res per aturar-la...".
La escritora de cartas, la mujer del turbante, es, ya lo he dicho, Lourdes Barba, que estaba espléndida en Les presidentes, el año pasado, pero que aquí está gigantesca, como lo estaba, también bajo el metrónomo de Albertí, en A la meta, de Bernhardt, en La Cuina. A veces, una actriz vuela, y te hace volar. Estos días tienen en cartel, en faena, a dos señoras que les harán volar por un precio módico: Anna Lizarán en L'hort dels cirerers, Lourdes Barba en Passatge Gutenberg. Lourdes Barba paseándose por el cabello tensado como el funámbulo de Ricardo i Elena, Lourdes Barba sacando obscenamente su lengua mitad Gorgona mitad Gloria Swanson, Lourdes Barba pasándose la mano por la cabeza y sacudiéndose luego los dedos con un golpe seco, como si se arrancara un pulpo invisible. Lourdes Barba contando sus cuentos con una mirada sin párpados, "la mirada", como decía Juan Luis Panero, "con que se mira lo que se ha de perder para siempre". Alicia Pérez es la muchacha de la peluca: cualquiera diría que su naturalidad ha brotado fácilmente; yo creo lo contrario: hay una férrea partitura ahí debajo. Isabel Cabós, la muchacha muda, hace subir a su rostro todo lo que su voz no puede decir. Passatge Gutenberg, en el Tantarantana, hasta el 2 de abril.
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