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La prima Vera

JUVENAL SOTO

Como a la ballena de Melville, bandadas de pájaros y una sucesión de olas espumosas la anuncian. Cada año suele llegar sobre la misma fecha, pero puede demorarse por la lluvia, el granizo y el levante fuerte que, a veces, arrasa estas playas todavía libres de bañistas impertinentes. Es imprevisible y, aun así, explota por las copas de los árboles y por los tejados de las casas y por la piel de los cuerpos más jóvenes. Ella sabe que los poetas la están esperando y que pudieran morir de prosa si no ha llegado para finales de marzo. Por eso llega y entonces los hombres del tiempo se ponen corbatas de flores para salir en los telediarios. Ella, la prima Vera, pariente templada del verano y de sus fuegos.

Yo suelo aguardarla fumando, sentado en una terraza de cualquier café. De pronto, unas pompitas me dicen que tengo buceadores en la taza del descafeinado y esos insectos me confirman que es el tiempo de las ronchas y que, más pronto, el mar de esta ciudad volverá a ser la guarrería de todos los años, porque con ella también llegan, en manadas, los turistas del norte y su mugre de sandalias con calcetines grises y salchichas de Francfort. Para mediados de abril, estas playas serán una hamburguesa infinita que rezuma pellas de ketchup por sus bordes, y el tufo de las fritangas y los berridos de los vendedores de Coca-Cola demostrarán que ya viene, que aquí está otra vez, el cortejo teutón de los paladines.

Sin embargo, las tardes casi infinitas de junio volverán a traer la música de la esperanza y la gente bailará de prisa, por las aceras del Paseo Marítimo, esa mezcla de vals y gimnasia sueca que son las caminatas inmediatamente anteriores al comienzo de la temporada de baños marinos. Gordos feroces, desahuciadas de la molla, templarios del magro con tomate, carmelitas del merengazo, toda la división azul de la ensaladilla rusa y media docena de viejas con piononos acometerán el un-dos-tres de las marchas atléticas, y para agosto quizás comprendan que se les pasó el tiempo de la cintura sin cartuchos de grasa porque también el verano es eso: una decepción que se despide para siempre de nosotros acusándonos de intrusos en el reino de los esbeltos. Nosotros, que fuimos tan hermosos como ella, la prima Vera.

Tiene nombre de personaje femenino y un tanto frágil de la novela rusa del XIX, pero aquí en Málaga es una hembra rubicunda que enmorenece conforme trepa por las laderas de las montañas que circundan la ciudad. Desde la altura del Puerto de los Alazores, ya casi en la tierra de Granada, compruebas, si vuelves la vista atrás, que es una mujer abierta frente a este mar por el que la penetraron tantos y tantos garañones que venían de África y de Asia Menor y de Grecia y de Roma. Subieron por sus ríos de agua fangosa y bebieron de la sangre de sus vides. Ahora siguen aquí, habitando por las venas de todos nosotros.

Ella, la prima Vera, trae el agua de las mujeres felices y tiene el calor de las amantes que siempre vuelven, quizás porque tú la sueñas acurrucado en el frío del invierno macho.

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