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Tribuna:ELECCIONES EN RUSIA
Tribuna
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El capitalismo de los bandidos

El pasado 12 de marzo, en el marco imperial de Peterhof -cerca de San Petersburgo- Tony Blair ofreció su ayuda a Vladímir Putin. El primer ministro británico le enviará en el mes de mayo a dos de sus más cercanos colaboradores: David Miliband, encargado de modernizar el civil service (función pública) y sir Nigel Wicks, para definir el modo de integrar la economía rusa en el mercado mundial globalizado. Los lectores de este comunicado en Moscú no daban crédito a sus ojos, porque la idea misma de civil service es una burla: la función pública rusa, corrupta hasta la médula, está claramente al servicio de la nueva élite económica y desprecia a los ciudadanos que no ofrecen sobornos.Pero aún más chocante es la intervención del visitante inglés en el proceso electoral ruso. ¿Cómo puede concertar una cita en mayo con uno de los 12 candidatos a la presidencia de Rusia? Los sondeos dan como ganador a Putin, pero no son infalibles. Y lo que es más, según esos sondeos, sólo el 54% de los electores tiene intención de acudir hoy a las urnas y si este porcentaje cayera en un 4% o 5% las elecciones se invalidarían y se repetirían dentro de cuatro meses. Consciente de este peligro, Putin ha insistido mucho en que el resultado no está decidido de antemano, y que sus adversarios tienen las mismas posibilidades que él de lograr la victoria. Pero la batalla por el quórum es más bien teórica porque el Kremlin, bajo Yeltsin, ha puesto a punto unas técnicas eficaces de fraude electoral.

El primer ministro británico es un modelo para Vladímir Putin y ha adoptado la táctica preelectoral del líder laborista. Blair sostuvo que incluso las mejores ideas sociales no sirven para nada si no se tiene poder para aplicarlas. Una parte del electorado laborista confió en él esperando -por desgracia, en vano- que una vez en el 10 de Downing Street, revelaría el contenido de esas "mejores ideas". Putin tampoco dice prácticamente nada de sus proyectos políticos. Ha publicado dos textos, en parte contradictorios, y muy vagos, sobre su visión de Rusia, y no hace otra campaña electoral. Ha renunciado a los espacios publicitarios en televisión, porque dice que no es un vendedor de "tampax o de zapatillas de deporte", y ha rehusado cualquier debate con sus adversarios.

Sin embargo, ha fundado un gran centro de estudios político-económicos, instalado en un lujoso edificio casi enfrente del Kremlin y protegido como una fortaleza. Los felices privilegiados que trabajan en él proceden en su mayoría de su ciudad natal, San Petersburgo, y de su institución favorita, el FSB (ex KGB). Pero no se conocerán sus conclusiones hasta después de las elecciones. Se esperaba saber algo gracias a la amplia asamblea del partido gubernamental, la Unidad, llamado El Oso, celebrada en el Palacio de Congresos, en el recinto del Kremlin, imitando el ceremonial de los antiguos congresos del PCUS. Pero los oradores, casi todos ilustres desconocidos, repitieron las generalidades putinianas acerca de la necesidad de hacer una síntesis entre los valores universales y los valores rusos y el patriotismo, basado en un Estado fuerte, y el liberalismo.

Los expertos se rompen la cabeza intentando descifrar el significado de estas fórmulas. Las referencias al patriotismo, al Estado fuerte y a los valores específicamente rusos, constituyen un guiño a los comunistas, que después de haber abandonado su internacionalismo de antaño fundaron en 1992 un Frente Patriótico de Salvación Nacional. Respecto al liberalismo, las cosas son más sencillas, porque la derecha lo reivindica en voz alta y Putin, hasta hace poco colaborador de uno de sus líderes, Anatoli Sobchak, pertenece claramente a esta familia política. Pero lo que le distingue tanto de Yeltsin como de Sobchak es no haber hecho del anticomunismo su negocio preferido.

Durante el congreso de El Oso, llegó a reconocer al partido comunista un papel institucional positivo y a planear para el porvenir un sistema, inspirado en el modelo alemán, en el que sería uno de los tres partidos que se alternarían en el poder. Para Guenadi Ziugánov, su principal adversario, esas buenas palabras son un regalo envenenado.

El líder del PC, que en las legislativas de diciembre consiguió, con otras listas comunistas, el 33,5% de los votos, sabe que Putin quiere conquistar a una parte de su electorado. Como no osa atacarle sobre la guerra de Chechenia, demasiado popular entre la opinión pública, le ha conminado a decidir "si está con el pueblo o con la oligarquía del Kremlin". Pero la artillería de la campaña comunista se ha dirigido, como siempre, contra Yeltsin -ausente de la escena- y sobre todo contra los grandes protagonistas de las privatizaciones, Berezovski y Chubais. En un espacio publicitario de un gusto discutible, Ziugánov encierra a esos dos personajes en una celda de prisión ocupada por el asesino en serie Tchekotilo (fusilado a principios de los años noventa). El PC está gastando mucho más en las presidenciales del 26 de marzo que en ninguna de las otras, lo que ha dado pie al rumor de que está siendo apoyado en secreto por una parte de los oligarcas. Lo mismo ocurre con otro candidato de la oposición, Grigori Yavlinski, liberal anti-yeltsiniano, abiertamente apoyado por la cadena de televisión NTV del financiero Vladímir Gusinski. Pero a Yavlinski, que obtuvo poco más del 5% de los votos en diciembre, le costará competir con Putin y Ziugánov.

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Pero la verdadera batalla se juega entre bastidores. En 1996, los siete banqueros, guiados por Borís Berezovski y Vladímir Potanin, que financiaron al Estado mayor de Yeltsin, dirigido por Anatoli Chubais, se consideraban con derecho de dictar su política. Berezovski llegó incluso a escribirlo en el Financial Times del 3 de octubre de 1996. Bautizó después el nuevo sistema como Bankburó, nueva forma del antiguo Politburó. Y así se ha desarrollado un régimen en el que la administración del presidente emplea a más personal que el Gobierno y es quien toma las decisiones políticas. Los siete oligarcas fundadores, pese a la leyenda, no fueron dirigentes soviéticos, pertenecen más bien a la categoría de los traficantes que, con una avidez insaciable, aprovecharon las "reformas liberales" para hacerse inmensamente ricos.

George Soros, que les conoce bien, ha intentado en vano convencerles para que abandonen el "capitalismo de los bandidos" y opten por una economía más civilizada. El financiero norteamericano está convencido de fue Berezovski el que eligió a Putin como sucesor de Yeltsin. Llega incluso a creer que este oligarca impenitente "tiene sujeto" al actual presidente en funciones. Pero una elección demasiado fácil de Putin, en la primera vuelta, no tiene por qué venir bien al Bankburó. Elegido en un plebiscito por los electores, Putin podría volverse independiente e ingrato y poner en duda el excesivo poder de la oligarquía. Parece que el mes pasado, Berezovski, en la fiesta de aniversario de su "amigo", y a veces adversario, Vladímir Potanin, brindó por una elección a dos vueltas, como en 1996, y porque el candidato del Kremlin gane, como entonces, gracias a la ayuda de los financieros.

Alexander Solzhenitsin que, a diferencia de Soros, desconoce a los oligarcas, comparte sin embargo su punto de vista: "Se ha elegido a Putin por considerar que es el más apto para hacer intocable el botín de los grandes ricos". Pero tras condenar a Yeltsin y sus cómplices, "que han destruido Rusia", Solzhenitsin duda al pronunciarse sobre la conducta de Putin en el poder: "Si se somete a la voluntad de sus patrocinadores, arrastrará al país y a sí a una ruina inevitable. Esperemos que rompa el pacto de fidelidad y haga otra política".

Citado frecuentemente en Occidente por las alabanzas que dedicó en Archipiélago Gulag a los indomables presos chechenos, Solzhenitsin aprueba sin reservas la guerra desencadenada por Putin en Chechenia. Y lo mismo ocurre con Mitislav Rostropovich, otro demócrata mundialmente conocido, que afirma: "No había otra solución. Hablar de negociación política no tiene ningún sentido". Hay, pues, que reconocer que la situación en Chechenia era efectivamente insostenible y que era inevitable la intervención militar, lo que no justifica la guerra a ultranza, tan feroz como inútil, porque lanza a toda la población chechena en los brazos de los rebeldes.

Putin no es responsable de las divagaciones guerreras de sus partidarios, que llegan a proponer incluso que se lance "una pequeña bomba atómica" sobre la república rebelde, pero sus declaraciones sobre este conflicto no revelan a una persona capaz de dirigir un gran país y romper con un sistema corrupto y destructor. El presidente en funciones se distingue por sus fanfarronadas, regularmente desmentidas por los acontecimientos: "La fase militar en Chechenia ha terminado", declaró tras la toma de Grozni. Se empeñó en anunciar personalmente la captura de Salmán Raduiev, dándole la misma importancia que la muerte, en 1995, de Zhojar Dudáiev, presidente y fundador de la república chechena. Pero ni el asesinato de Dudáiev tenía nada de hazaña gloriosa - Rusia perdió a un interlocutor primordial- ni Raduiev, gravemente herido en la cabeza en 1996, ha tenido ningún papel en la actual guerra y su encarcelamiento no cambia nada sobre el terreno.

Y eso no es todo. La prensa que sostiene a Putin no duda en exaltar el heroísmo de los soldados rusos, a los que convenientemente compara con los defensores de Stalingrado. ¿Acaso se ha olvidado que estos últimos luchaban contra el más poderoso ejército de la época y no contra grupos de guerrilleros, armados solamente con fusiles Kaláshnikov y granadas? Y está, por fin, la entrevista autobiográfica que el presidente en funciones concedió al diario Kommersant de Berezovski y en la que habla, entre otras cosas, del affaire del periodista Andrei Babitski. Para Putin, este redactor es un traidor, porque era favorable a los chechenos y por tanto no merecía ser tratado como un ciudadano ruso.

Para Putin, el mundo se divide en buenos y malos, sin matices. A los primeros, por ejemplo a Pável Borodin, demasiado implicado en asuntos de corrupción, les reconoce el derecho a la presunción de inocencia, derecho que niega a "traidores" como Babitski o el general de la KGB, Oleg Kalugin, al que tachó de "desoladora nulidad". "Kalugin es un traidor y un desocupado", replica pretendiendo no haberse encontrado nunca con él, aunque sirvió a sus órdenes.

Su vida, si le creemos, ha sido una sucesión de agradables sorpresas: no esperaba en absoluto que Pavel Borodin le llamara a Moscú, ni ser nombrado jefe del FSB, después, primer ministro, y, por fin, presidente en funciones. Siempre ha dicho "sí" en nombre de la disciplina que se le inculcó en el KGB, institución que admira más que a ninguna. La narración de su conversación con Yeltsin la víspera de la dimisión de éste vale su peso en oro. Supuestamente dudó ante la fortuna que le confiaba un poder tan importante, pero se dijo: "Habría sido estúpido responder 'no', y preferir ser un comerciante de semichki (semillas de girasol)".

Finalmente, a la pregunta de si, después de su elección, tiene previsto hacer grandes cambios, Putin responde: "No se lo voy a decir". Los electores deben interpretar las intenciones de este hombre enigmático. La miseria de la población no deja de agravarse y el 54% de los rusos viven por debajo del umbral de pobreza, a pesar del crecimiento selectivo de algunos sectores de la economía, estimulados por la subida del precio del petróleo y del aluminio en el mercado mundial. De ahí la esperanza de Solzhenitsin y muchos otros de que el nuevo presidente se vea obligado a hacer algo para evitar la caída del país. Pero hace falta tener mucho estómago para creer que Putin, ese pálido teniente coronel del KGB, pueda ser el hombre de la situación, incluso si sale elegido en la primera vuelta sin ninguna ayuda financiera masiva de sus patrocinadores del Kremlin.

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