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De Castro a Putin: dos monumentos.

No siempre una movilización de masas es el producto de una respuesta espontánea a la convocatoria que suscitan un líder o un tema determinado. Tal es el caso de esas grandes manifestaciones por la vuelta a Cuba del niño Elián que Gabriel García Márquez nos califica de "espontáneas y espectaculares", poniendo su capacidad literaria al servicio de las consignas de Fidel. Nada dice de la infame mezcla de proceso de Moscú y de culebrón escabroso con que el castrismo relata la huida hacia el infierno de la madre, análisis médico vaginal incluido, forzada por ese personaje perverso, su amante, que vestía con lujo, tras evidenciar desde niño su maldad lanzando latas con excrementos al patio de la escuela, mientras el ex marido es un auténtico San José, fiel a su familia incluso después del abandono (Granma, 8 de febrero). Infamia del relato oficial, edulcorada en su versión para españoles de García Marquez pero culminada aquí con el siguiente juicio: "El verdadero naufragio de Elián no fue en alta mar, sino cuando pisó la tierra firme en los Estados Unidos". Resulta difícil leer una mayor vileza, teniendo en cuenta las condiciones de supervivencia del niño y la muerte trágica de su madre.Por lo demás, si Gabo viajara por La Habana mezclado entre la gente, y no en coche oficial, podría apreciar la amplitud del rechazo soterrado a esa campaña cotidiana que todos los medios e instituciones al servicio del régimen desarrollan para mantener la movilización permanente. Como la respuesta que delante de mí se atrevió a dar una señora en la guagua, camino del Parque Central, al niño de tres años que repite el eslogan oficial "Elián, regresa a tu patria y a tu escuela": "¡Calla, niño, que esto no es la televisión!". O la historieta que sitúa en ese mismo Parque Central habanero, pasados quince años, a un joven con la pancarta "¡Regresen a Elián!". "¡Pero si ya volvió a Cuba hace mucho tiempo!", le dice un paseante. Y el joven responde: "¡Por eso mismo! ¡Yo soy Elián y ya es hora de que me devuelvan a Miami!". Es una historia entre otras muchas que circulan por La Habana y Santiago, expresando boca a boca el cansancio frente a las maratónicas reuniones diarias, transmitidas íntegramente por radio y televisión, en que el representante de los sindicatos agrarios pide a Elián que vuelva para así no verse forzado a fumigar desde el avión yanqui con veneno las cosechas de Cuba, el maestro que ocupe de nuevo el puesto en su pupitre para no tener que aprender las mentiras de los enemigos de la Isla, y el jurista que huya de un lugar donde todos los jóvenes están sumergidos en la droga y en el crimen. ¿Nada le dice al novelista esta campaña de intoxicación en cascada?: una cosa es la consideración jurídica, favorable al padre de Elián, y otra que el régimen obtenga un triunfo político cuando su malgobierno fue la causa de la tragedia.

En La Habana piensan en decorar el paisaje urbano, junto al malecón, con un monumento a Elián; en Moscú, el presidente en funciones, Vladimir Putin, ha repuesto en su lugar, según la prensa, el monumento a Yuri Andropov, el fugaz sucesor de Breznev en 1982, quien anteriormente, a lo largo de quince años, dirigiera los famosos servicios secretos de la URSS, el entonces llamado KGB. En La Habana, el comunismo en su versión castrista experimenta una interminable agonía, hecha posible por la capacidad represiva del régimen. En Moscú, ante la inminente victoria de Putin, casi diez años después de la caída del régimen comunista, se plantea la cuestión de hasta qué punto el fin de la URSS y del "socialismo real", a pesar de su espectacularidad, no va a consistir a fin de cuentas en el derrumbamiento de un edificio sobre cuyas ruinas la nueva construcción se alzará marcada por la configuración de su predecesora, hundiendo como ella sus raíces en la tradición histórica rusa.

En este caso, las masas no se manifiestan como en La Habana, carecen de incentivos y de todo entusiasmo para hacerlo. Pero no por eso su mentalidad resulta indiferente para entender el apoyo mayoritario otorgado a quien, como Andropov, procede de la institución que para cualquier demócrata encarna lo más siniestro del pasado soviético. El ex teniente coronel del KGB que es Putin ha querido marcar con su gesto hacia Andropov una explicable continuidad histórica. La URSS ya no existe, el comunismo tampoco, pero el Estado ruso, con su estilo burocrático y su vocación de poder, no ha desaparecido. Con los imprescindibles relevos generacionales y de limpieza política, los burócratas son los mismos. Por lo que puedo observar en mi relación con los problemas de archivos, mantienen la misma prepotencia, el mismo cinismo y el mismo desprecio de las normas y del otro, que les caracterizaran bajo el "socialismo real". Y probablemente, que tuvieran ya bajo el zarismo. Hacia el exterior, persiste una radical desconfianza desde el supuesto de que ha de existir en el otro una actitud reverencial ante Rusia como gran potencia, y hacia adentro la noción de derechos humanos cuenta con un escaso respeto. No ha de extrañar que el vivero donde se recluten los máximos gobernantes sea la institución que encarna como ninguna otra la acción no sometida a derecho del poder estatal, el imperio secreto sobre los ciudadanos rusos y, en la medida de lo posible, sobre el mundo exterior.

Las circunstancias han cambiado, pero el enfoque KGB une a Putin con su antepasado Andropov. No buscaba éste una apertura del sistema, sino su depuración en nombre de una mayor eficacia desde los supuestos de un comunismo nacional. Frente a la disidencia, represión. Precisamente Putin ha construido su propia imagen sobre la combinación de ambos aspectos. Desde tiempo atrás, con Radishev y Annenkov como antecedentes, el sentido de la reforma parte en Rusia de reconocer que la libertad política nada significa para la masa de la población. Siempre ésta aceptó al poder en ejercicio, bolcheviques incluidos, y en caso de crisis nunca pidió una disminución del poder del Estado, sino su reforzamiento. La fórmula sería y es un absolutismo eficaz, ajustado ahora a la propuesta de "dictadura de la ley", ofrecida por Putin. De democracia y derechos humanos, nada se dice, y sobre los medios de comunicación, las alusiones son preocupantes. Además Putin ha dado en Chechenia una prueba inequívoca, masivamente refrendada por la población, de que está dispuesto a aplastar con firmeza a cualquier adversario del Estado ruso. Sin que le importe destruir a todo un pueblo, come-

tiendo así gravísimos crímenes contra la humanidad. La fusión de xenofobia anticaucásica y de imperialismo residual, ambos muy vivos en la sociedad rusa a pesar de la actual crisis, explica ese apoyo y la popularidad de Putin. Además, el lenguaje utilizado permite encubrir la inseguridad reinante en la vida social día a día: los chechenos no son rebeldes, sino "terroristas". La destrucción de Grozni no es así uno de los actos más brutales del fin de siglo, sino la limpieza de un "nido del terrorismo". El ministro de Exteriores, la supuesta "paloma" Ivanov, se lo explicó con claridad a los corresponsales extranjeros. Y Putin se resarcirá de la vergüenza sufrida cuando en Berlín asistió a la caída del muro, y se dijo que la nación rusa no existía. A costa de los chechenos, hoy Rusia existe de nuevo.

Frente al exterior, realismo y "cooperación estratégica". Buenas palabras hacia Europa y la OTAN, siempre que renuncien a la pretensión de interferir en nombre de los derechos humanos. Como compensación, los gobiernos occidentales agradecen la firmeza de Putin, por contraste con la inseguridad del alcohólico Yeltsin, y pasan por alto el crimen de Chechenia. Una Rusia con orden será un país adonde podrán dirigirse fuertes inversiones sin los riesgos de los años noventa. En cuanto al nacionalismo de Putin, su objetivo es seguramente situar por fin al país en una onda de crecimiento económico, bajo la cobertura autoritaria del Estado. Si Occidente ha dejado hacer en Chechenia, cabe augurar buenos tiempos hasta que de nuevo pueda pensarse en una proyección expansiva de Rusia.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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