El nuevo Príncipe ERNESTO EKAIZER
Al atravesar el meridiano de su primer mandato en la Casa Blanca, Bill Clinton, abocado a lograr su reelección en 1996, contrató los servicios de un asesor de lujo, Dick Morris, que había trabajado para el Partido Republicano. Morris solía poner en marcha grupos de ciudadanos -los llamados focus groups- para proyectar los programas de los candidatos.La receta, en 1996, fue muy sencilla. Según Morris, dos quintas partes de los votantes estadounidenses se sitúan en el "centro independiente". Si Clinton lograba robarle algunas ideas básicas a los republicanos, sugirió Morris, ello podría empujarles más hacia la derecha en busca, precisamente, de nuevos elementos para diferenciarse de los demócratas. Se suponía que Morris sabía de lo que hablaba, porque, entre otras cosas, había asesorado satisfactoriamente algunas campañas del Partido Republicano.
Clinton siguió al pie de la letra a Morris y, como es sabido, volvió a ganar las elecciones de 1996. Pero, mientras saboreaba su éxito, Morris fue fulminado. La prensa informó que Morris solía acostarse con prostitutas de lujo y que, mientras se encontraba con ellas en la cama, al mismo tiempo mantenía sesudas conversaciones con Clinton sobre los problemas de la Casa Blanca y de la política exterior de Estados Unidos. Conversaciones que sus amantes de alquiler escuchaban a invitación del propio Morris, quien les pasaba el auricular.
El personaje ha escrito ahora un libro, El nuevo Príncipe, en el que ofrece, bajo un título que evoca lógicamente a Maquiavelo, sus recetas a los candidatos y los presidentes de Estados Unidos en ejercicio.
El punto de partida de Morris es que la democracia norteamericana está en su mejor momento. Los electores son gente bien informada que goza de capacidad para separar lo esencial de lo accesorio en el campo de la política y de la acción del Gobierno; gente que es prácticamente inmune a los prejuicios que suelen exhibir los medios de comunicación y cuya decisión, en el momento del voto, suele revelarse como más madura que la de los burócratas, periodistas, académicos y politólogos.
Morris sostiene, además, que el dinero no cuenta esencialmente en la política electoral norteamericana. Y que, atención, los ciudadanos están cansados ya de campañas negativas y que sólo responden a mensajes positivos. La gente, según Morris, no quiere ni oír hablar de escándalos y fracasos y, por el contrario, se interesa solamente por los asuntos con contenido. Los candidatos con éxito son aquéllos que ofrecen amplias esperanzas y elevados ideales, más que aquéllos que apelan demagógicamente al bolsillo personal de los votantes. Según Morris, la mejor receta para conquistar la presidencia y para mantenerla es una moral de corazón afectuoso.
La otra cara de la moneda de las recetas de Morris es el tipo de mensaje que debe ser dirigido a los electores. No se puede pretender que el votante fije su atención más de 30 segundos en una idea política y, a lo sumo, medio minuto es el tiempo máximo para definir la sustancia de un asunto. La yugular, agrega Morris, de una democracia moderna es el anuncio televisivo, mientras que la prensa tradicional -el reportaje, la entrevista- es irrelevante. Hombre práctico, Morris sostiene que, mientras los periodistas no están bajo control, los anuncios sí.
Pero quizá sea su vaticinio lo que puede conducir a lo que se debate hoy día en España como resaca de los resultados de las elecciones del 12-M. En otra obra reciente, Vote.Com, Morris traza un cuadro del futuro de la política y de las elecciones en su país en el que el Internet jugará un papel todavía más relevante. Según afirma, los políticos dejarán a un lado las doctrinas y las ideologías, serán "hombres pragmáticos que responderán a cada nueva situación con ideas prácticas, concretas, desprovistas del andamiaje ideológico que ha dominado crecientemente nuestra vida política".
Mira por dónde, algunas de las conclusiones que en la misma noche del domingo 12, tras conocerse la holgada mayoría absoluta obtenida por José María Aznar y su PP, y los días posteriores intentan explicar lo que presuntamente ha ocurrido en las elecciones van por el camino de Morris. Lo que él vaticina para un futuro más o menos cercano en Estados Unidos parece haberse cumplido, inesperadamente, en España. La caída definitiva del andamiaje ideológico.
Más allá de las nuevas tendencias que en cada etapa política, económica y social existen en todos los países, y España no parece ser una excepción, los grandes datos empíricos, empero, hablan de otro panorama, que, aun contemplando esas nuevas tendencias subyacentes, sigue explicando una parte importante de lo que acaba de ocurrir.
Los electores del PSOE han mostrado un cariño, una paciencia y una comprensión con esta fuerza política que quizá sea excepcional. En 1993, los electores dieron un millón de votos más al PSOE y tres millones más a Aznar. Fue un forzado triunfo -no tanto en cifras, sino por su situación de deterioro- del PSOE, precisamente en el momento en que Aznar se aprestaba ya a coger la batuta. Felipe González aseguró haber captado el mensaje.
En 1996, en medio de una descomposición política monumental y aun cuando la economía española comenzaba a despegar, los electores decidieron que su mensaje no había sido captado y, con miedo al advenimiento de la derecha en el cuerpo, facilitaron esta vez la victoria forzada de Aznar por 340.000 votos.
Las elecciones europeas primero y las municipales después, ambas acaecidas en 1999, tres años después de las elecciones legislativas de 1996, permitieron al PSOE mantener -con un leve descenso- un suelo de votantes del orden del 34-35%. Pero hicieron algo más que eso. Dieron base a la teoría de que el suelo del PSOE, tras el castigo de 1996, ya había cimentado. La teoría del suelo mágico, a su vez, llevó a los dirigentes socialistas a frenar su renovación con la idea de que su factura con sus votantes ya estaba pagada.
Ese fenómeno de ilusión óptica puede ser comprensible. En Francia, por ejemplo, el Partido Socialista fue desalojado del Gobierno en marzo de 1993 mediante un castigo despiadado de los electores, que le dejó en menos del 20% de los votos. España parecía, pues, diferente. Nadie se imaginaba que los dos avisos de 1993 y 1996 tendrían su continuidad en marzo del 2000. La cuenta del PSOE lucía saldada.
Lo que ocurrió el domingo 12 fue el tronar del escarmiento. El PSOE ha perdido casi 1,5 millones de votos en relación con 1996. Pero es que, precisamente en 1996, los socialistas, aun perdiendo frente al PP por 340.000 votos, ¡habían subido 275.000! El conservadurismo de los votantes socialistas en 1996, esto es, guardarse de pasar una gran parte de la factura a los responsables, dio lugar, en marzo del 2000, a una actitud generalizada de castigo, a través de la abstención. Los socialistas fueron descalificados por no haber captado los mensajes de 1993 y 1996 y por haber intentado, a través de una maniobra de último momento, el pacto con IU, camuflar su obsolescencia.
La mayoría absoluta del PP fue, pues, el resultado de la convergencia de dos procesos. Por una parte, la catástrofe del PSOE; por la otra, el avance de votos del PP. Pero, si la pretendida sociología del neoconservadurismo de los españoles fuese cierta, empíricamente hablando, con la catástrofe socialista debería haber coincidido, el 12-M, un extraordinario avance en votos del PP. En otros términos, que la estabilidad política y el empuje económico de cuatro años no se ha traducido en ese vuelco propio en términos de votos del PP -han sido 500.000 más que en 1996- que se deduciría del ya citado cambio conservador de la sociedad española.
Alguien podrá sostener que lo anticipa. Puede ser. Pero todavía no pasa de ser una hipótesis que debería ser apoyada en datos empíricos. Es más cierto, como dice Mariano Rajoy, el director de la campaña del PP, que hasta cierto punto, a la luz de toda esta experiencia, "los votos ya no son de nadie".
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