Rodin en Andalucía
Un caluroso 9 de junio de 1905 llegaba a Sevilla quien ya era considerado, a sus 65 años, el mayor artista de su tiempo: Auguste Rodin. Le acompañaba su admirador y amigo, el pintor Zuloaga, de sólo 35, empeñado en que el francés comprendiera el bizarro espíritu español. Al parecer sólo consiguió plenamente que aquel "rey del arte", aquel nuevo Miguel Ángel, se identificara con las bailaoras flamencas de Triana, si bien lamentó que no estuvieran desnudas, "como bellas flores carnosas, girando". (A saber si no es de este comentario de donde sacó Buñuel aquella escena donde Ángela Molina baila sin ningún atuendo sobre la mesa de un tablao). El viaje tuvo segunda estación en Córdoba. Allí fueron recibidos por el escultor Mateo Inurria, y allí Zuloaga compró un Greco, La visión de San Juan, puesto en venta por un médico de esa ciudad. Tampoco, en un principio, logró el vasco que a Rodin le impresionara el estilizado arte del cretense. Este rechazo ya es menos comprensible para la mirada actual, que fácilmente descubre semejanzas entre las elásticas desproporciones de uno y otro artista, el tormento ilimitado, el deseo espiritual de la formas por abandonar el peso de la materia. De hecho, tras mucho insistir Zuloaga, Rodin acabó convirtiéndose en otro admirador de El Greco. Tal vez lo que se había producido en el primer encuentro fue la repulsión instintiva de dos almas gemelas. También sucede.En lo que hubo rotundo fracaso fue en el intento de que al francés le gustaran los toros. Rodin se sintió asqueado por el sacrificio cruel de los caballos en la plaza, que entonces se producía con excesiva frecuencia. Sin embargo, entendió la belleza terrible del torero, solo ante el animal, y su danza sublime con la muerte. (Lo único que verdaderamente importa de este arte). Poco después, Rodin, ya persuadido de la inmortalidad que le proporcionarían El Pensador, El beso, La puerta del Infierno, Balzac..., se entregaba a la etapa más libre de su escultura: precisamente la danza. La que culminaría con un Nijinsky (1912), ya voluta de aire en pura luz. Es verosímil que algo de lo que se llevó de España en su retina, de Andalucía, le ayudara a soportar el enigma que se le acercaba.
Casi un siglo después, Rodin ha vuelto a Sevilla. El Museo de Bellas Artes, en la mañana del sábado, resplandecía de tal modo en sus arrayanes verdecidos, sus azulejos renacentistas copiando primavera, que costaba creer en el encuentro con Rodin. Que fuera posible asistir, sin más, a la zozobra del mármol y del bronce vibrando en el eterno instante. En realidad, no ha pasado de ser extravagancia dar cobijo al escultor que inaugura la contemporaneidad en el recinto sagrado de la pintura barroca, obligándonos a mezclar con la vista La musa trágica, por ejemplo, con las Inmaculadas de Murillo. Disparates así. Hace unos meses, vimos lo contrario: Velázquez en el Museo de Arte Contemporáneo. A esta ciudad, a sus regidores de arte, definitivamente no hay quien los entienda. Tan sólo está acertada la colocación de El poeta y las musas, en el jardín, entre glicinias blancas, al modo en que se hallan en su sede parisina muchas de estas esculturas, prodigios de libertad, que aquí hemos de ver aprisionadas. Con todo, no se lo pierdan.
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