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¿Quo vadis, Europa?

La pregunta tiene sentido en este Alba del Milenio laica, dominada por la telaraña de Internet y la magia de la biotecnología, en tres direcciones principales: la política, la económica y la social. Camino, por otra parte, que se hace al andar, ya que no existe ningún itinerario perfilado; avanzamos en la búsqueda de un nuevo paradigma tras el final de la guerra fría, que nos forzó a salir de la cómoda protección de la potencia protectora y amiga y asumir nuestras responsabilidades.El hecho decisivo que estamos viviendo es el nacimiento de la Europa política. Cuando, convalecientes de la primera crisis en la escena europea entre el Parlamento y la Comisión, estamos preparando la próxima Conferencia Intergubernamental para hacer frente al salto cualitativo de la ampliación comprometida y en curso a 11 o 12 países, la formación de la coalición pardinegra en Austria ha hecho estallar en el mismo corazón de la Unión una crisis existencial sobre sus valores fundamentales y su sentido.

Antonio Guterres como presidente del Consejo, con el acuerdo de los demás jefes de Estado y de Gobierno, ha dado un paso oportuno y valiente basado no sólo en los valores, sino también en el sentido último del destino común que afirmamos compartir. Ciertamente, lo ha hecho a través de un sistema bilateral y no multilateral como el comunitario, pero resulta difícil de imaginar que los líderes reunidos en Consejo Europeo puedan actuar de manera muy diferente a como lo han hecho al pasar ese Rubicón. Por su parte, la Comisión ha señalado su papel vigilante en relación con el cumplimiento de los tratados, y el Parlamento Europeo ha aprobado una resolución en la que aprueba por abrumadora mayoría (4/5 de los votantes) el paso dado.

La consecuencia inmediata es la obligada inclusión en el orden del día de la Conferencia Intergubernamental de la Carta de los Derechos Fundamentales, en curso de elaboración en la convención convocada por el Consejo bajo presidencia alemana con participación de parlamentarios europeos y de todos los Estados miembros. Su objetivo debe ser, de una vez, una Declaración de los Derechos con mecanismos que garanticen defensa. Sería difícil aceptar una oposición frontal austriaca tras la inaudita escena en la que el presidente Klestil con decisión obligó a los socios de la coalición a firmar una declaración previa reconociendo estos valores e incluyendo, por fin, el reconocimiento de la responsabilidad de su país en "los horrorosos crímenes cometidos por el nacionalsocialismo". Que Schüssel haya firmado por ambición y Haider por oportunismo -uno más en su inacabable juego de provocaciones y desmentidos- no cambia el fondo de la cuestión. La vara de medir que los jefes de Gobierno han utilizado coloca a la Comunidad de Valores en el corazón de nuestro empeño común. Consecuentemente, pensando en este caso y en la ampliación, conviene concretar y desarrollar los mecanismos de suspensión y, en su caso, exclusión de la Comunidad.

Además, la crisis austriaca ha colocado en primer plano la necesidad de resolver los temas pendientes para que la UE funcione, los mal llamados restos de Amsterdam. De hecho, son temas que afectan a las vigas maestras de una casa concebida para seis, en la que se han ido haciendo arreglos para poder ir tirando entre 15. Pensar en convivir entre 26 a 30 en esas condiciones es ilusorio. De ahí que el dilema profundización (o mejor dicho, consolidación)-ampliación requiere que ésta sea previa, so pena de dilución. La aplicación mecánica de las normas vigentes llevaría a un Parlamento con casi mil diputados, digno epígono de la Gran Asamblea China, a una Comisión con entre 35 a 37 miembros y un Consejo de 28 a 30 miembros. Con cinco minutos por ministro sólo para saludar, el inicio del Consejo sería de más de dos horas, y además, verían restringidas sus posibilidades de dialogar abiertamente, tras la advertencia de la guardia pretoriana funcionarial en uno de los anexos de la Declaración de Helsinki de que no deben negociar durante las comidas. La Comisión ha hecho algunas propuestas al respecto que merecen reflexión y debate:

-Mantener el número de comisarios en 20, con un sistema de rotación, o que haya un comisario por país (postura defendida sobre todo por los considerados pequeños países), lo cual conllevaría el evidente riesgo de crear una especie de Consejo bis, además de la necesidad de reforzar el carácter presidencial de la Comisión.

-Revisión de la ponderación de votos en el Consejo para conseguir un reequilibrio entre Estados y población. Actualmente se puede conseguir la mayoría cualificada (2/3 de los votos) con menos del 60% de la población. En una Europa de 28 se podría dar fácilmente el caso de decisiones adoptadas por menos del 50% de la población o bloqueadas por el 10%. Una mayoría que reúna mayoría de Estados y población sería una solución razonable que se corresponde con el voto por mayoría en todos los temas, salvo algunas cuestiones institucionales, con la consiguiente codecisión. En este punto, aflora de nuevo la unanimidad, o dicho en términos negativos, el derecho de veto, manejado ya por Haider en términos de amenaza paralizante.

-El último punto es el derecho de avance -las mal llamadas cooperaciones reforzadas- que permite avanzar más a los Estados que deseen adelantar en la consecución de objetivos. De no regularlas mejor, la realidad se impondrá, como en el caso del espacio Schengen sin fronteras interiores, o la misma realización de la UEM, aunque ésta estuviera prevista en el Tratado.

El debate no es exclusivamente arquitectónico, como ponen de manifiesto las reservas de algunos países candidatos a poner en común una soberanía que acaban de obtener o recobrar. Por ello, conviene explicitar tanto el valor constitucional de los derechos fundamentales como la puesta en común de las soberanías. También, actuar con firmeza en la defensa de estos valores, sobre todo frente a las políticas de discriminación étnica y cultural como la que aplica Haider en su Estado, Carintia, con su minoría eslovena. La simple lectura de su programa, en el que se mezclan todos los tópicos sobre el pangermanismo, la raza, la cristiandad como base de Europa, con una visión muy crítica de la Unión Europea e incluso el planteamiento de la posible adhesión a Austria del Tirol del Sur (Alto Adige), lo cual llevaría a un grave conflicto con Italia, es ilustrativa de lo que se puede esperar de este movimiento dirigido con puño de hierro por un líder ducho en la provocación.

El camino económico y social, su dimensión política, es también cada vez más relevante. En lo monetario, con la introducción del euro en los bolsillos de la gente, tras haber consolidado su papel como moneda fiduciaria, con un 40% de las emisiones de obligaciones y bonos mundiales emitidos en euros, lo cual confiere a la Unión responsabilidades financieras globales. Más complicado es el surgimiento del Gobierno económico que consolide el papel de la Unión, refuerza el ciclo ascendente de la economía europea y su competitividad, incorporación a las nuevas tecnologías, al tiempo que se genera empleo. La cumbre extraordinaria que mañana comienza en Lisboa será la oportunidad para sistematizar y estructurar la política comunitaria en este campo. Con una clara condición: que el proceso de cambio y adaptación del modelo social europeo debe hacerse con decisión y responsabilidad política, para evitar reacciones populistas y disgregadoras en el campo social, que constituyen el caldo de cultivo de los extremismos xenófobos.

Como primera potencia económica y comercial, la Unión Europea tiene una especial responsabilidad en las negociaciones de la Ronda del Milenio, tras el fallido inicio de la Cumbre de Seattle, con la primera manifestación convocada por Internet.

Conseguir una agenda en la que se plantee un comercio no sólo libre (free) sino también justo (fair), es un ambicioso desafío, que requiere una posición firme, capacidad negociadora y voluntad de diálogo, sobre todo con los países emergentes en el comercio mundial. La responsabilidad europea en este campo no se puede limitar a defender sus intereses -su economía es abierta-, sino que debe de tener en cuenta los factores sociales y medioambientales. Aunque aparentemente se trate de cuestiones distintas y distantes en relación con la dimensión política antes mencionada, no conviene olvidar que en la crisis de los años 30 las respuestas proteccionistas a la depresión económica fueron el caldo de cultivo del populismo que derivó en nazismo.

Ante este emplazamiento histórico -y en este caso el adjetivo no es una muletilla obligada-, los miembros y las instituciones de la Unión tienen que actuar de manera consecuente. Cuando la realidad ha hecho confluir ya dos ejercicios que avanzaban de modo paralelo -la elaboración de la Carta de Derechos Fundamentales y la Conferencia Intergubernamental- lo oportuno es reconocerlo. Al hacerlo, daríamos el paso decisivo para lograr unos tratados que constituyan la Constitución de una Federación de Estados; ésa es ni más ni menos la filosofía compartida por los jefes de Estado y Gobierno al declarar el 31 de enero pasado que la pertenencia a un conjunto democrático como la UE impone obligaciones de política interior. Ése es el buen camino tanto para nosotros como para los que quieren unirse a nuestra empresa común.

Enrique Barón Crespo es eurodiputado y ex presidente del Parlamento Europeo.

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