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Mozambiques

No se puede permanecer impasible ni ser neutral. Tal vez más impelido por la voluntad que por la realidad, necesito creer que las vidas de más de dos tercios de los habitantes del planeta pueden mejorar en las próximas décadas. Que los más de 1.500 millones de pobres y excluidos -la mitad de ellos niños y jóvenes- que viven en las decenas de Mozambiques del Asia Meridional, del África subsahariana y de América latina, van a ver mejorar sus expectativas.Hace mucho tiempo que leo los mismos lugares comunes, las mismas promesas de organismos financieros internacionales, los mismos compromisos de los Gobiernos de los países desarrollados, los mismos planes para erradicar la pobreza y la miseria. Casi en todos los informes, la década siguiente es la definitiva. Así llevamos desde finales de los sesenta, tras la descolonización de continentes enteros, que hasta ese momento habían sido territorios fragmentados, desestructurados y expoliados por la vieja Europa desde finales del siglo XIX.

También hace tiempo que compruebo cómo determinados organismos elaboran -y amañan- informes estadísticos sobre países pobres para intentar llevar el agua a su "molino neoliberal". Pero después de décadas de aplicación inmisericorde de recortes en políticas sociales -se le suele llamar "ajuste"-, siempre llegamos a la misma conclusión: las desigualdades aumentan dentro de cada país y el abismo entre un número reducido de países o de fortunas- y la gran mayoría de países pobres, no cesa de aumentar. Se acometen políticas inspiradas en idénticas fórmulas y las aguas devuelven periódicamente el cadáver -en este caso no es una figura retórica- de millones de seres humanos víctimas de esas políticas, del olvido sistemático, de la falta de ayuda real y de relaciones de intercambio efectuadas con cartas marcadas por occidente.

Mozambiques hay muchos en el Asia meridional, en África y en América Latina. Incluso los países ricos albergan sus propios Mozambiques de nueva pobreza y exclusión social. Pero sólo nos muestran los que muy pocas empresas de comunicación deciden qué hemos de ver cada día en todo el planeta. Cada vez tengo más la impresión de que en esta nueva era de la globalización, unas pocas personas deciden qué no hay que ver y qué hay que ver, cuándo y cómo, y sólo permiten "desconexiones regionales" para que cada estado incorpore su propia información a las televisiones nacionales. Dentro de unos días Mozambique dejará de existir, como antes ocurriera con decenas de casos en África, afectados por guerras étnicas, crisis ecológicas, guerras civiles, desastres naturales o golpes de estado perpetrados o propiciados por élites locales corruptas.

Parece que es el signo de los tiempos. La nueva era viene caracterizada también por la aparición de los nuevos Estados sin nación. Hasta ahora hemos conocido las ciudades-Estado y los Estados-nación. Existen incluso varias naciones sin Estado. Pero estos "nuevos Estados", que adoptan formas de grandes compañías cuyas ventas totales son superiores al PIB de muchos países, son completamente distintos. No conocen fronteras. Deciden localizar o deslocalizar inversiones, al margen o por encima de los intereses de los estados, sin tener en cuenta las consecuencias sociales, laborales, territoriales o medioambientales. No están sujetos a normas estatales de fiscalidad y sobre ellos no se ejerce control democrático alguno. El único Parlamento ante el que responden es su respectivo consejo de administración.

El drama adquiere dimensiones bíblicas cuando existen territorios que han sido literalmente "desconocidos" de la red global. Cuando ya no son interesantes ni para las grandes potencias por razones geoestratégicas (lo fueron hasta la caída del muro de Berlín), ni para las grandes empresas, porque la posible inversión presenta excesivos riesgos de comparación con unas pocas regiones seguras de una decena de países en desarrollo.

Mozambique, uno de los diez países más pobres de la tierra, es un buen ejemplo de la situación que atraviesan decenas de países enteros del África subsahariana que van a la deriva. Como se trata de un país que no cuenta, la llamada comunidad internacional ni siquiera ha guardado las formas, enviando a tiempo unas migajas de caridad.

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Su esperanza de vida al nacer no supera los 46 años (España, 78); más del 15% de la población de entre 15 y 49 años es portador del virus del SIDA, más de 150.000 niños perdieron a sus padres a causa de esa enfermedad en el año 1998; en 1989 había 0,03 médicos por cada 1.000 habitantes; el 45% de los hombres y el 75% de las mujeres son analfabetos; el valor de sus exportaciones en el año 1997 supuso sólo la cuarta parte del valor de sus importaciones -fundamentalmente alimentos-; la deuda externa es sencillamente inabordable: en 1997 ascendía a 5.990 millones de dólares, o lo que es lo mismo el 232% de su Producto Nacional Bruto, y las relaciones de intercambio desigual hacen que el recurso al préstamo sea creciente, porque los precios de los productos que exportan -que básicamente impone Occidente- se han hundido.

Los países ricos se han movilizado el año 1999, para dar la impresión de que se intenta poner remedio -una vez más- a lo que todos los informes vienen concluyendo desde hace tiempo: que aumentan las desigualdades entre los países más ricos y más pobres y, dentro de los países, entre regiones. Si uno atiende a la información suministrada, da la impresión de que la deuda de los países pobres prácticamente ya ha sido condonada y que la ayuda al desarrollo va a ser más cuantiosa. Nada más lejos de la realidad. La ayuda al desarrollo apenas supondrá algo más de la quinta parte de lo que los países pobres pagan a los países ricos y a la banca oficial y privada. Y así, hasta la próxima crisis ecológica, hambruna, desastre natural, o desplazamiento de millones de refugiados que quieran mostrarnos. Todo para evitar acometer soluciones globales al único problema real: que 500 millones de habitantes vivimos bien y 5.500 viven mal, sobreviven o mueren de inanición, mientras no sabemos qué hacer con nuestros excedentes de alimentos.

Joan Romero es catedrático de Geografía Humana de la Universidad de Valencia.

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