En las Azores ENRIQUE VILA-MATAS
Fui a las Azores para escribir esta crónica. Volví hace dos días y de algo estoy seguro: no olvidaré jamás las Azores, es imposible olvidarlas.Fui a las Azores para escribir esta crónica, pero fui también a las Azores porque en ellas no se me había perdido nada, y porque pensé que, viajando hasta ellas, sólo podía perder a las Azores mismas, ya que para mí viajar significa perder países. También fui a las Azores porque últimamente vivo en la constante necesidad de la huida y del encuentro feliz que se esconde tras el viaje repentino. Y en fin, fui a las Azores por muchos otros motivos. Por ejemplo, porque deseaba sentarme en un banco que hay bajo el fresco muro del convento de la Esperança en Ponta Delgada: en ese banco Antero de Quental se llevó un revólver a la boca y se mató. Y también fui a las Azores, por ejemplo, para visitar en la ciudad de Horta, en la isla de Faial y frente al volcán de Pico, un bar que tenía mitificado desde hacía años, el Café Sport, uno de los 10 mejores bares del mundo según Newsweek y del que Antonio Tabucchi nos dice en Dama de Porto Pim que es algo intermedio entre una taberna, un lugar de encuentro, una agencia de información y una oficina postal.
El Peter's Bar (así es conocido popularmente el Café Sport) resultó ser aún más fascinante de lo que esperaba. Deberían haber rodado en él Casablanca porque es el bar ideal para que suene As time goes by. Es un templo del gin tonic y del licor de maracuyá y es frecuentado por todo tipo de señores de la aventura: desde los antiguos balleneros de Pico hasta la gente de los barcos que hacen la travesía atlántica. Del tablón de madera de este bar penden notas, telegramas, cartas a la espera de que alguien vaya a reclamarlas, dibujos de barcos con frases que parecen mensajes de náufragos (por ejemplo éste: "Nat, de Brisbane. Voy a donde me lleva el viento").
Montes de fuego, viento y soledad: esto son las Azores. En pleno oceano Atlántico, aproximadamente a medio camino entre Europa y América, lejos de un continente y del otro, estas islas son la lejanía misma, y tal vez su gran embrujo estribe en esa sensación impresionante de lejanía que siente el visitante. Las islas Azores son nueve y son todas muy raras, sobre todo la de Corvo, donde sólo hay un cajero automático, que suele enviarte al cajero más proximo (es decir, a la isla más cercana). La naturaleza del suelo es de origen volcánico y los acantilados costeros son capas de lava durísima.
Escuché de Peter en el Peter's Bar historias de espionaje de la II Guerra Mundial, de cuando las islas eran un lugar estratégico y eran punto de abastecimiento de los barcos aliados y de los aviones de Pan-América (los famosos clippers) que fondeaban en la bahía de Horta, frente al Café Sport.
El nombre de Horta no tiene el mismo origen que el del barrio de Horta en Barcelona. La Horta de las Azores se llama así porque su primer poblador fue Joss van Huerter, marinero flamenco. Holandeses y portugueses fueron los colonizadores de las islas en épocas de abundantes matrimonios que emparentaban la corona portuguesa con Flandes. Los flamencos han dejado huellas evidentes, no sólo los rasgos somáticos de los habitantes de las Azores, sino también en la conmovedora música popular. Estas huellas eran muy visibles en Antero de Quental, poeta trágico y raro, el gran escritor de las Azores (este país del que Raúl Brandão dijo que acogía el fin del mundo y de las palabras), el hombre que se sentía invadido por una "ansia impotente de infinito", el hombre que estudió en Coimbra y viajó a París, donde soñó con una federación ibérica revolucionaria (Bakunin era su maestro) que incluiría a las lejanas Azores, su patria. Fracasada su utopía política, regresó a la isla de São Miguel, a la ciudad de Ponta Delgada y, una mañana de sol feroz, bajo un ancla azul dibujada en la pared encalada del convento de la Esperança, se disparó un tiro en la boca. En ese mismo banco me senté el otro día, bajo un tibio sol de marzo y frente a lo último que viera el suicida: un mar de un azul muy profundo, que yo nunca había visto. Después, fui al cementerio de Ponta Delgada, a ver su tumba. Y de la tumba viajé de nuevo a la isla de Faial, a esa población de Horta que hay en las Azores, y recalé otra vez en el cálido bar de Peter, donde con mi amigo Urbano Bettencourt levantamos los vasos en un brindis por todos los viajeros que tienen buenos vientos pero también por aquellos navegantes que ya murieron y cuyas almas de difuntos, a las que allí llaman alminhas, se refugian, según los azorianos, en el fondo de los pozos de los patios y su voz es el canto de los grillos.
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