Ha ganado la limpieza étnica
El 24 de marzo se cumplirá un año desde el comienzo del bombardeo de Yugoslavia por la OTAN. Tras 78 días de ataques aéreos pudo frenarse la limpieza étnica contra los albaneses, planificada por el Gobierno serbio y realizada por el Ejército yugoslavo y los paramilitares. Desde que concluyó la intervención de la OTAN (9 de junio de 1999), las partes involucradas en el conflicto no hacen otra cosa que empeñarse en demostrar que cada una de ellas ha vencido. La OTAN, que ha ganado la guerra contra Yugoslavia; Milosevic, que ha obtenido la victoria moral; los albaneses, que son los nuevos amos de Kosovo; los serbios, que no se van a marchar; la administración de la ONU, que puede garantizar la paz y, a largo plazo, la convivencia entre serbios y albaneses. Pero algo huele a podrido en estas victorias.La OTAN ganó la guerra (o, como se llamaba púdicamente, "la intervención militar") contra Yugoslavia bombardeando no sólo los puntos militares. Consiguió desmoralizar a los serbios atacando objetivos civiles: vías de comunicación, puentes, fábricas, infraestructuras, medios de comunicación. La victoria moral de Milosevic consiste, según él, en que, gracias a su resistencia durante 78 días, impidió que se cumpliera el capítulo VII de los acuerdos de Rambouillet, que implicaba el libre desplazamiento de las tropas de la OTAN en todo el territorio yugoslavo. Por supuesto, el presidente serbio quiso maquillar su derrota (y la pérdida de Kosovo) exigiendo públicamente la retirada de las "tropas extranjeras". O, mejor dicho, supo arreglárselas, como siempre, perdiendo para ganar. Así como Sadam Husein salió fortalecido ante su población en la guerra del Golfo, Milosevic utilizó el bombardeo de la Alianza como prueba suprema de que uno de los pilares de su poder, ya utilizado en tiempos de la separación de Croacia y Eslovenia -el mito de la conspiración universal contra Serbia-, tenía bases reales. El bombardeo dio argumentos a la falacia de que la comunidad internacional apoya a los enemigos de los serbios y de que, bajo la fachada de defensa de los derechos humanos, subyace la pura agresión militar.
Los albaneses son, en efecto, los nuevos amos de Kosovo. Tienen el derecho de despedir a los serbios de sus trabajos, y hasta de decidir quiénes pueden comer pan diariamente y quiénes no. Las fuerzas de la comunidad internacional han desmilitarizado al Ejército de Liberación de Kosovo, pero no han logrado desarmar a sus miembros, lo que, en las presentes circunstancias, cuando no hay ningún orden reconocido y ninguna ley vigente, significa en la práctica que quienes no quieren respetar la teórica legalidad de la ONU pueden imponer una legalidad paralela a través de las armas. Y así ocurre. Hay que ser muy cínico para explicar las matanzas de gitanos, serbios y albaneses disconformes con el nacionalismo radical del ELK como hechos de venganza nueve meses después de la capitulación serbia. O hay que estar muy ciego para no advertir que el programa nacional de los albaneses de Kosovo persigue construir, si no la Gran Albania (lo que por ahora es una posibilidad que sólo ha recibido la denegación explícita de Madeleine Albright), al menos un Kosovo étnicamente puro. Aceptar la venganza como coartada de la creación de un Kosovo semejante sería lo mismo que dar por buenas las justificaciones que alegaban los nacionalistas serbios ante las atrocidades criminales cometidas por sus paramilitares contra la población albanesa. Ellos entonces disculpaban los crímenes con el argumento mítico de que Kosovo era tierra sagrada de Serbia y que no se podía permitir que los albaneses se la arrebatasen. Hoy existe un riesgo simétrico: aceptar que Kosovo es tierra albanesa redimida por la sangre de los mártires.
Ya en 1937, el académico serbio Vasa Cubrilovic estaba obsesionado con la pureza de Kosovo. En su ensayo La expulsión de los arnautas [albaneses] proponía algunos métodos para depurar la provincia de población no eslava. Otro académico, Dobrica Cosic, a finales de los años ochenta, preconizaba una solución más "equitativa": inspirándose en la lógica de los derechos colectivos, sugería dividir el territorio kosovar entre serbios y albaneses, lo que, en su opinión, constituía el único medio para que ambos pueblos pudieran disfrutar de sus derechos nacionales. La parte norte, donde se halla el Campo de los Mirlos, los monasterios medievales y la riqueza minera, correspondería a los serbios, y la parte sur, más extensa pero más pobre, a los albaneses. Sin embargo, Milosevic nunca aceptó la partición de la provincia. Tenía otros planes, más convenientes para sus ambiciones políticas personales. Edificó su poder sobre el tópico de la insoportable situación de los serbios en Kosovo, amenazados por la presión de un nacionalismo albanés que había surgido con fuerza en 1981, tras la muerte de Tito. La propaganda nacionalista sobre dicha situación le permitió presentarse como el hombre providencial que podía salvar Kosovo, pero tuvo también un efecto paradójico: convenció a los serbios kosovares de que la situación era verdaderamente intolerable y, a despecho de todas las promesas de Milosevic, les empujó a emigrar. A pesar de ello (y de la huida masiva que siguió a la capitulación) quedan aún serbios que quieren permanecer allí, aunque la situación sea más difícil que nunca. Están dispuestos a resistir hasta el final por diversas razones: por rabia, por odio, por tozudez, pero, sobre todo, porque saben que no tienen a donde ir. Saben de sobra que los refugiados serbios de la Krajina croata y de Bosnia no han tenido una buena acogida en Serbia. Ha pasado mucho tiempo desde que los serbios de Kosovo saludaban al presidente serbio con gritos de "Slobo, slobodo" ("Slobo, libertad"). Ya saben que la libertad que prometía Slobo -convertir a los serbios en los únicos amos de Kosovo- requería muchos cadáveres. Demasiados. Primero, las víctimas eran los albaneses; luego, los verdugos se convirtieron en víctimas.
Es difícil de creer, pero, a estas alturas, Bernard Kouchner, el representante especial de la ONU en Kosovo, todavía no sabe cuáles son los objetivos políticos de su misión. Él mismo considera como "inaceptable" que, después de nueve meses, no funcione todavía un mínimo aparato judicial en la región (EL PAÍS, 7 de marzo de 2000). "Los serbios de Kosovo somos animales en extinción", decía una serbia a la enviada especial de EL PAÍS, referiéndose a la persecución que sufren los serbios por parte de los nuevos dueños del territorio (6 de marzo de 2000). Parece como si toda la población kosovar, serbios y albaneses, fueran simples cobayas de un estúpido experimento: cómo crear y garantizar el "estado de naturaleza" hobbesiano en presencia de la ONU. No sólo es que tal situación sea "inaceptable", como dice Kouchner. Es que es imperdonable. Porque hoy, en Kosovo, después de nueve meses de "paz", siguen imperando las reglas de la limpieza étnica. Ésta fue la causa que provocó la intervención de la OTAN contra Yugoslavia y llevó la ruina al pueblo serbio, envenenado por la política etnocéntrica de su Gobierno. Vuelve ahora con el derecho de venganza que se han tomado los albaneses contra los serbios y con el derecho que asimismo se atribuyen de matar a todos los que no sean albaneses, como ha ocurrido con los gitanos. Mientras en Kosovo no exista otra ley que la de la etnia, no sólo será imposible reconstruir la convivencia, sino que no se podrá garantizar siquiera la coexistencia. Kosovo no escapa a la definición que le han dado los nacionalistas que luchan por los derechos colectivos de sus respectivos pueblos. La justicia exige reconocer derechos y deberes individuales. No existe la justicia étnica. Mientras Kosovo no sea tierra de ciudadanos con idénticos derechos y obligaciones, estará dividido entre dos tribus enemigas, entre los "limpios" y los "sucios", lo que, en el lenguaje de los conflictos interétnicos, significa humanos (nosotros) e inhumanos (los otros). Por ahora depende de qué lado estemos del puente del río Ibar, en Mitrovica. Porque los sucios son siempre los otros.
Mira Milosevich es socióloga serbia residente en España.
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