Entre el rojo sangre y el azul telediario
Miércoles 8 de marzo. Barcelona. Palacio Nacional de Montjuïc. Aznar se apoya sobre el atril, ligeramente recostado, y se encara con una señora. "¿Has sido tú?", le espeta. Ella asiente, asumiendo la autoría del piropo. "Tómate algo", sonríe satisfecho, antes de darse la vuelta y retomar el discurso.Unas 500 personas rodean al candidato por la espalda, acomodadas en gradas, al estilo del teatro griego. Recuerdan el coro de la tragedia clásica, un personaje colectivo que interpela al héroe, aunque en esta obra sólo caben buenos augurios.
Desde donde está emplazada la prensa no se entienden con claridad sus comentarios. Aznar sí los escucha y puede elegir cuáles atiende y cuáles pasa por alto. En ocasiones, les manda callar, con un gesto imperativo de la mano. Otras veces se enreda en un diálogo interminable, como cuando relata su visita a Terrasa y desde todos los rincones le piden a voces que acuda a un sinfín de pueblos de Cataluña.
Oportunamente, un ciudadano de color negro está sentando detrás del orador. Poco hábil debe ser el cámara para no captar ese plano que le regala, aplaudiendo mientras el presidente proclama que los inmigrantes deben beneficiarse de la riqueza que contribuyen a crear. Aunque quizá, queda la duda, no se refiera a esos inmigrantes, sino a Ángel, de 77 años, natural de Almadenejos (Ciudad Real), o a Palmira, 72 años, de La Carolina (Jaén), votantes desde siempre del PP, antes AP, en Cataluña.
Pero no es fácil evitar, entre tanto actor improvisado, que una voz disonante se salga del guión. Ocurre hacia el final, cuando un seguidor le pregunta ingenuamente por qué los organizadores del acto le han arrebatado su bandera española.
Esta vez, el comentario lo escucha todo el auditorio. Durante unos segundos, la genta mira a su alrededor y comprueba que no hay en el recinto ni una enseña española, ni una senyera catalana, sólo banderolas blancas, con las siglas del partido y la gaviota, del tamaño de un folio, que las manos agitan rítmicamente cada vez que resuena la sintonía de campaña.
El candidato resta importancia al incidente, alega que hay muchas formas de expresar los sentimientos y reconduce la atención hacia otros derroteros.
Lo de las banderas y pancartas -hay una que elogia la "onradez" de Aznar y él la disculpa cordialmente: "la intención es buena, aunque falta una hache"- es un asunto de la mayor importancia.
A fin de cuentas, el escenario no es sólo la tribuna de los oradores. El escenario, o mejor dicho el plató, es el salón oval de este palacio modernista, más propio para un baile de época que para un mitin, donde 2.000 personas se acomodan en sillas de plástico.
Para que el espectáculo resulte vistoso no basta que los discursos sean breves, directos, chispeantes -un bien escaso en esta campaña-, hace falta que los figurantes, todo el público, acompañen con su entusiasmo. Porque los verdaderos espectadores, que no se cuentan por miles sino por millones, están en sus casas, cómodamente sentados frente al televisor.
Los asistentes no acaban de asimilar esta idea y se quejan, en algún momento incluso airadamente, de que una densa fila de cámaras, alzada sobre una plataforma, les oculte por completo la visión del candidato.
Con un tercio del público a la espalda del orador y el resto tras una muralla de trípodes y focos, sólo los cargos del partido y periodistas pueden ver el rostro a Aznar cuando advierte de que volverán "los años tristes, negros y tenebrosos" si llega a ganar el PSOE.
Las notas del himno electoral, que puntean como fondo sus últimas palabras, presagian que el acto se acaba y es la ocasión de acercarse al líder para pedirle un autógrafo, darle la mano, tocarlo. Porque ése es el único privilegio de los asistentes: unos pocos podrán presumir de haber sentido su cercanía física, aunque sea a través de las vallas que cierran el pasillo por el que se marcha.
Los anuncios del PSOE muestran a Joaquín Almunia repartiendo saludos y abrazos a la gente. Pero el candidato socialista es un hombre tímido al que el 9 de marzo en Barcelona ni siquiera arrancaron de su silla los boleros del gitano catalán Moncho. Y eso que hasta su mujer, Milagros Candela, se atrevió a ensayar unos pasos de baile con Pasqual Maragall.
Uno adivina a Almunia azorado mientras los teloneros, los candidatos locales que le preceden en el uso de la palabra, le abruman con una cascada de elogios que rozan la adulación. Uno de los recursos más comunes entre los mitineros de todos los partidos es dirigirse directamente al líder, relegando a todos los demás presentes a la condición de meros testigos de un supuesto diálogo íntimo.
Si en la escenografía del PP predomina el frío azulón, sólo por casualidad coincidente con el tono de los telediarios, según la Junta Electoral, en los mítines del PSOE manda el rojo, el color caliente de la sangre, como recordaba el jueves el rockero Loquillo. La derecha tiene la cartera, vino a decir, pero el corazón está a la izquierda.
Cuando una multitud de más de 15.000 personas llena el Palau Sant Jordi -desmintiendo a quienes auguraban un desastre de sillas vacías- los recursos de marketing sobran. En Barcelona, Almunia no se subió al escenario -como Aznar ha tomado por costumbre y él mismo ha hecho alguna vez- a un grupo de adolescentes, informalmente sentados en el suelo y escolarmente atentos a sus explicaciones, para demostrar que la juventud le acompaña. Los jóvenes estaban en la cancha, jaleando con sus gritos, coreando consignas, cantando y brincando, y su presencia bullanguera era patente.
Tampoco se proyectó en Barcelona el vídeo biográfico que el PSOE ha paseado por España para presentar a un Almunia en blanco y negro, con aire de Che Guevara y música de Violeta Parra. Por fortuna. No hubiera tenido ninguna posibilidad de competir con el corto en favor de los socialistas protagonizado por Antonio Banderas.
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