La palabra
Hace tiempo -sabedlo- que no voy a mítines. Cuando los frecuentaba, si el contexto era propicio escogía siempre el mismo observatorio: mi sitio predilecto era ante el intérprete para personas sordas. Me fascinaban sus gestos, su lenguaje rudimentario pero esencial, su exasperante deseo de comunicar.Hay algo en lo gestual que nos devuelve al origen, a ese estadio dos pasos más acá del neandertal y apenas cien metros lejos de los otros primates, aquellos felices que pudieron permanecer en los árboles. Entonces éramos puros porque no queríamos conquistar el universo y nuestra animalidad ostensible no requería de palabrerías para constituirse en coartada.
Allá, en los grandes cosos donde la palabra es toreada, mientras yo reflexionaba el tiempo de la muchedumbre sin nombre se volvía más y más espeso, para licuarse de pronto en un milagro catódico. Súbitamente, sin previo aviso, un piloto rojo a la altura de la penúltima vértebra de la multitud lanzaba sus destellos y el profeta de guardia ya levitaba en el éter.
Sin embargo, mientras las piedras vibraban, yo permanecía impasible ante el hombre o la mujer todo manos. No entendía absolutamente nada, pero es que, si desfallecía sólo por un momento y prestaba atención al ritual general, tampoco era capaz de positivar de alguna manera aquella avalancha de sonidos.
Soy un ignorante: bueno. Pero las preguntas que me hago no son nada ingenuas. ¿Qué le pasa a la palabra en campaña? ¿En qué se ha convertido el lenguaje al amparo de lo político? A punto de completar irreversiblemente la entrada en una nueva dimensión de convivencia entre palabras e imágenes en la nueva red instantánea y global, ¿qué futuro queremos para el verbo ahora que por fin se desentiende de sus referentes?
Dios creó el mundo pero no creo que esté dispuesto a reconocer ser el autor del primer mitin. Claro que él tenía la ventaja del partido único...
Las siglas -esto es evidente- se han merendado al sentido. Por eso la palabra política ya no lleva carga semántica, sino sólo pragmática. A un mitin se va a aplaudir, a abroncar, a ver y a dejarse ver. Pero no a entender. Nos han chillado tanto, se han malgastado tanto las palabras, que nos hemos vuelto todos sordos de repente. Y luego viene el otro drama: no hay intérpretes para esa inquietante minusvalía.
Hace falta rescatar las palabras del coso: hace falta otra política. La pregunta es cuánto podremos esperar hasta que los árboles vuelvan a crecer de nuevo entre la arena. Vamos a ver.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.