La misma tragedia de todas las ciudades
Historia de Julio y Alfredo, dos víctimas mortales de la tormentosa dependencia de la heroína
El día en que murió Julio Limón, frisando los cuarenta años, prácticamente nadie se sorprendió en su barrio, una isla de clase media y piscina al norte de Madrid. Sus amigos y vecinos se habían acostumbrado, durante años de procesos alternos, desintoxicaciones y recaídas, a verlo débil, cada vez más débil. Incluso una vez pensaron que se había desenganchado de la heroína; fue cuando lo vieron paseando de la mano de una joven, erguido y con su leve cojera, producto de un accidente de moto, más leve que nunca. Pero no. Murió, como antes había muerto Alfredo, a sólo dos bloques de distancia. Era mucho más joven que Julio, pero cayó minado por la misma droga y la misma enfermedad.Julio se había pasado media vida dependiendo del humor de sus venas. Durante su otra media vida fue un joven rubio y fuerte, subido siempre a una moto. El día en que cambió de cabalgadura comenzó a frecuentar las puertas de un bar cercano y ya desaparecido, el Terán, en cuyo interior se despachaban los mejores chocolates con nata de la zona. A sus puertas se mercadeaba con drogas. Primero llegó el hachís; luego, todo lo demás. El dueño del local tuvo que cerrarlo para cortar con todo, harto de malos rollos en la calle y de visitas de la policía. El bar es hoy un despacho de quinielas y loterías.
Alfredo, siempre con chupa de cuero, recaló una y cien veces a la puerta de ese bar, con un diccionario de latín bajo el brazo, entre cuyas páginas ocultaba las barritas planas de hachís (molido, calentado, prensado y cortado) que vendía a 500 pesetas, "cien duros", la mitad de un talego, unidad de medida nacional para la compraventa de chocolate. Era su fuente de ingresos y de autofinanciación de lo que consumía. Alfredo tenía un grupo de música, no se sabía muy bien si punk o heavy. Los ensayos estaban aliñados a partes desiguales de algo de rock, mucho de drogas (hachís y litronas de cerveza) y casi nada de sexo.
Julio y Alfredo coincidieron en el Terán con Gerardo, amigo también del barrio, y los tres compartieron drogas. Pero Gerardo tuvo más suerte. Se vio a sí mismo tirado, dando sablazos a los amigos, avergonzando a su familia. Cuando pudo y tuvo posibilidades, puso tierra de por medio, recaló en El Patriarca y se instaló en Europa hasta que su sangre dejó de recordar la heroína. Luego puso el Atlántico a sus espaldas, ya desintoxicado, para ayudar a otros a dejar las drogas en un centro de México. Volvió nuevo, cuatro o cinco años después. Julio ya era seropositivo y Alfredo había fallecido, comido por el sarcoma de kaposi. Gerardo se volvió a marchar.
La vida de Julio siguió cuesta abajo. La desaparición de objetos de valor en su propia casa y en la de los amigos que aún lo acogían marcó su última recaída. Muchas veces recaló en casa de Manolo y Marta, canarios temporalmente residentes en Madrid. Manolo y su amigo Íñigo lo vieron pincharse muchas veces en las callosidades que jalonaban sus venas de tanto trasiego de agujas. Ellos dos estuvieron al borde del precipicio, pero se salvaron de la caída agarrados a la asociación religiosa La Ramita, entre lecturas de los evangelios y terapias de grupo. Ellos fueron más propensos al hachís, la cocaína y las pastillas, una combinación que llevó a otro amigo, a Ángel -un chico de familia de dinero con chalé en el lujoso Parque Conde Orgaz- a la muerte en un accidente de tráfico. Manolo e Íñigo también se marcharon.
Muchos de los que fueron sus amigos siguieron consumiendo hachís, sólo hachís, y manteniendo una vida normal, acomodada, sin más problemas que el localizar dónde comprarlo sin problemas y sin henna, el tinte natural con el que se mezcla el costo para disminuir su calidad y aumentar la cantidad a vender. El hachís así mezclado es el que se llama cabezón, porque produce dolor de cabeza. Varias generaciones de españoles conocen este patrón de consumo de hachís, la droga más extendida en España.
Para esas fechas, Ulises, otro vecino, ya se había montado el negocio. Una vez financió el viaje de tres amiguetes, Manolo e Íñigo incluidos, a Marruecos para que se subieran empetados, cargados de hachís en el recto. Él no corrió ningún riesgo, pero sí obtuvo todo el beneficio de la venta de la droga y con el dinero subió el primer peldaño para montarse en el dólar. Estableció negocios, compró algún bar, creo una mensajería y siguió haciendo dinero con sus trapicheos. Pagó un piso a tocateja, con una bolsa llena de dinero.
Cambio de hábito
El barrio siguió viendo a Julio por las calles, vagando sin rumbo, ido. Alguna vez se le vio fumándose un chino, con un tubo en la boca para inhalar los vapores de la heroína incandescente. El cambio de hábito de consumo, normal en miles de heroinómanos tras la extensión del contagio de sida por vía parenteral, le llegó demasiado tarde.
Y Julio siguió su declinar hasta la muerte. El día en que el barrio supo que había muerto, apenas nadie se sorprendió. Los que le conocían, una pequeña parte de las 460 familias del barrio, se acordaron de la mala vida que Julio le dio a su madre, de los disgustos y sufrimientos que padeció, más que de él mismo. Julio pasó a la pequeña historia del pequeño barrio -una historia de cualquier barrio de todas las ciudades- como el yonqui oficial, la persona a citar cuando en algún corrillo se habla de drogas. Una nueva generación del mismo barrio se ha encastillado en el hachís, con incursiones esporádicas a los X (las pastillas, el éxtasis). Se les puede ver en un parque cercano fumando porros.
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