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De elecciones y obispos

Ante las próximas elecciones generales, la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española ha publicado una nota con la finalidad "de cumplir con la misión de iluminar la conciencia moral de los católicos y de quienes quieran escucharnos". En este mismo periódico y bajo el título Un nuevo intento de confesionalizar la política (ver EL PAÍS del 23 de febrero pasado), Juan-José Tamayo, teólogo, se refiere a la nota de los obispos en términos que me gustaría comentar.Empieza el articulista declarando que le parece legítimo que los obispos se pronuncien ante las próximas elecciones. Así es, ya que, como afirma Juan Pablo II desarrollando el Magisterio de Pablo VI, la Iglesia es experta en humanidad, y esto la mueve a extender necesariamente su misión religiosa a los diversos campos en que los hombres y mujeres desarrollan sus actividades (...) examinando su conformidad o diferencia con lo que el Evangelio enseña acerca del hombre (...) para orientar en consecuencia la conducta cristiana. Por lo tanto, la nota de los obispos sobre las elecciones no sólo es una actuación legítima, sino que representa el cumplimiento de la obligación, que como obispos tienen, de orientar la conducta cristiana en materias que pueden afectar la dignidad de las personas.

Pero, a partir de esta introducción, Juan-José Tamayo arremete contra la nota y, atribuyéndole frases entrecomilladas que no aparecen en la misma, acaba acusando a los obispos de "apelar a criterios confesionales para juzgar -y condenar- la realidad política y la situación ética de la sociedad". El fundamento de esta acusación es que el Estado español es un Estado laico. Es cierto, pero es también un Estado democrático, en el cual todos tienen el derecho a exponer y defender su opinión. Que el Estado sea laico, lo cual significa neutral, no antirreligioso, no impide que los ciudadanos puedan intervenir en la configuración del marco legal, defendiendo posturas inspiradas en sus convicciones religiosas.

Los argumentos esgrimidos por el señor Tamayo en su artículo, a mi juicio, no se tienen en pie, no ya desde la fe cristiana que él invoca al inicio del escrito, sino desde la pura ética realista, formulada, por ejemplo, por Aristóteles, cuatro siglos antes de Cristo, y que deriva sus normas, universales y permanentes, de la simple observación de la naturaleza humana, tal como es. Pero lo más notable es la contradicción radical que subyace en todo su planteamiento. En efecto; la argumentación de Juan-José Tamayo parece descansar en la frase de la Octogesima adveniens de Pablo VI, según la cual "una fe cristiana puede conducir a compromisos políticos diferentes"; frase que, por cierto, figura en el centro de la nota de los obispos, los cuales añaden, acto seguido, que en algunas cuestiones, una propuesta electoral es una opción entre otras igualmente lícitas y legítimas. Pues bien, una vez recordada esta enseñanza sobre el pluralismo político de los cristianos, el señor Tamayo fustiga toda opción sobre la regulación del aborto, el matrimonio, la familia y la economía, que no sea la que a él le gusta. Y, para hacerlo, se apoya en las "leyes emanadas del Parlamento", como si ello fuera garantía de la verdad objetiva que toda persona de buena voluntad debe buscar.

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Es cierto que la democracia es el mejor de los sistemas de organización política, por cuanto garantiza, mediante el sufragio universal, el relevo pacífico en el ejercicio del poder. Pero la democracia y su instrumento, la regla de la mayoría, no es un método para la investigación de la verdad. La verdad se puede adquirir por la evidencia, la demostración concluyente o el fidedigno testimonio ajeno; lo que no se puede hacer es someterla a votación. De aquí que haya leyes que, aun habiendo sido promulgadas democráticamente, no merecen tal nombre. La ley, según la definición clásica, es la ordenación racional, para el bien común, promulgada por quien tiene potestad para ello. De acuerdo con esta definición, las leyes vulgarmente llamadas del aborto y de la eutanasia no son leyes, sino corrupciones de ley, ya que no están inspiradas en la recta razón; no producen el bien común que es el bien de todas y cada una de las personas; ni han sido decididas por quien tiene potestad para ello, porque ningún poder legislativo, aunque tuviera el respaldo de la unanimidad, tiene potestad para derogar, en ningún supuesto, un derecho de la persona tan primario y fundamental como es el derecho a la vida y a su protección por el Estado.

¿Cómo quiere el señor Tamayo que los obispos permanezcan silenciosos ante estos y otros fundamentales aspectos de la vida del hombre y de la sociedad? Ni ellos, ni muchos otros, podemos callar porque, con no pocos agnósticos y ateos, creemos en los valores morales objetivos y no confiamos en la por él invocada ética de Habermas, que pretende que el hombre, como "ser de lenguaje" elabore en el diálogo las reglas de la convivencia. Cuando se juzga que el debate ha sido suficiente, se pasa a la votación. La proposición ganadora se convierte en una norma ética, que no expresa ya una exigencia del bien, sino lo que, aquí y ahora, "conviene" a la sociedad. ¿Es razonable proceder de esta forma que nadie, en su sano juicio, aplicaría para averiguar si dos y dos son cinco o si la parte es mayor que el todo? ¿Por qué una decisión tomada por la mayoría expresaría el bien y el mal? La historia nos proporciona muchos ejemplos en contra. Algún día las generaciones futuras se avergonzarán de nuestras actuales leyes sobre el aborto y la eutanasia, como ahora nos avergonzamos del consenso universal sobre la esclavitud imperante a los inicios de la era moderna.

Es cierto que, en la actuación política, los ciudadanos no tienen más remedio que aceptar la regla de la mayoría, pero el hecho de que su pensamiento no coincida con el imperante, no les impide que sigan defendiendo la verdad que sinceramente creen haber hallado y que se esfuercen para, con su voto, cambiar la situación. Ésta es la esencia de la democracia. Hacerles callar porque están en minoría sería ignorar la famosa frase que John Stuart Mill estampó en su Sobre la libertad: "Si toda la especie humana no tuviera más que una opinión y solamente una persona fuera de la opinión contraria, no sería más justo que la humanidad impusiera silencio a esta sola persona, que si ésta misma, si tuviese poder suficiente para hacerlo, lo ejerciera para imponer silencio al resto de la humanidad".

A Juan-José Tamayo tampoco le gusta el "neo(?)liberalismo". Está en su perfecto derecho, puesto que se trata de una opción, entre otras, de organización social. A lo que no tiene derecho es a decir que "el neoliberalismo sí que es incompatible con el Evangelio", porque esta afirmación está en contradicción con el Magisterio. Entre otras muchas citas que podría aportar, elegiré algunas frases de Juan XXIII, que, según pienso, goza de las preferencias del señor Tamayo. En la Mater et magistra, Juan XXIII afirma que "el derecho de propiedad privada, aun en lo tocante a bienes de producción, tiene un valor permanente, ya que es un derecho contenido en la misma naturaleza", señalando que "la economía debe ser obra, ante todo, de la iniciativa privada de los individuos", ponderando "el derecho y la obligación que a cada persona corresponde de ser normalmente el primer responsable de su propia manutención y de la de su familia, lo cual implica que los sistemas económicos permitan y faciliten a cada ciudadano el libre y provechoso ejercicio de las actividades de producción".

Para acabar, el señor Tamayo, apoyándose, según dice, en el Concilio Vaticano II y en dos mil años de cristianismo, quiere dar tres lecciones: la primera, que las realidades temporales son autónomas. La verdad es que el Concilio Vaticano II, en Gaudium et spes (36), después de definir que por autonomía de las realidades terrenas hay que entender que "las cosas creadas y las sociedades gozan de leyes y valores propios", añade que "si por autonomía de lo temporal se entiende que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le oculte la falsedad de tal opinión". La segunda lección del señor Tamayo es que la incompatibilidad que establece el Evangelio no es entre Dios y el sexo, sino entre Dios y el dinero. Tampoco esta lección parece acertada. La incompatibilidad existe tanto en un caso como en el otro, cuando se hace mal uso del sexo o mal uso del dinero. Respecto al sexo, no creo necesario recordar a un teólogo las perícopas de Mateo 5, 31-32 y 19, 3-12, sobre la unidad e indisolubilidad del matrimonio y sobre el adulterio. Respecto al dinero, Jesús fue amigo de no pocos ricos que hacían buen uso de su dinero y alaba, en la parábola de las minas, a los que lo hacen rendir; le recomiendo la lectura de Clemente de Alejandría (siglo II). La tercera lección impulsa al ejercicio de la democracia en el seno de la Iglesia católica. Aquí debo decirle que la Iglesia no es de fundación humana, sino divina y, según enseñan la Escritura y la Tradición, y confirma el Concilio Vaticano II en Lumen gentium (cap. III), el Fundador quiso que la Iglesia, siendo la comunidad del Pueblo de Dios, estuviese, para siempre, dotada de estructura jerárquica. Por ello, la Iglesia no puede gobernarse democráticamente.

A mi entender, la Conferencia Episcopal ha cumplido adecuadamente su deber, para que los ciudadanos que quieran escucharles, convenientemente formada su conciencia, puedan ejercer libremente el derecho de voto, sin dejar de señalar que a tal derecho corresponde, salvadas razones graves en contra, la obligación de ejercerlo; precisando que, en caso de conflicto moral habrá que optar por el "bien posible". Lo cual, mal que le pese al doctor Tamayo, está en la enseñanza tradicional de la Iglesia. No es raro que el ciudadano no encuentre programa electoral que le satisfaga plenamente. En este caso, la norma moral, y el simple sentido común, indica que el votante deberá inclinarse por aquel partido que más se adapte a su ideal.

Rafael Termes es académico de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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