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Romper el techo de cristal

A raíz de las recientes elecciones en Finlandia han vuelto a ser objeto de análisis las dificultades de las mujeres para acceder a los puestos de mayor prestigio y responsabilidad. Las mujeres en este siglo han conseguido la igualdad formal y, teóricamente, no hay obstáculos para que desempeñen cualquier trabajo. Sin embargo, es mínimo su porcentaje en puestos de la máxima responsabilidad. Es como si existiera un invisible techo de cristal que les impidiera acceder a las cúpulas donde reside el poder. La imposibilidad de romper este techo de cristal se debe, en primer lugar, a los varones, que hacen todo lo posible por mantener sus prerrogativas y el protagonismo que siempre han tenido en la toma de decisiones. Pero hay una segunda razón, de mayor peso, atribuible a las propias mujeres. La esfera de la vida pública es un mundo hecho por los varones y a la medida de los valores y aspiraciones consideradas socialmente masculinas. Es un espacio regido por la competitividad y la ambición por conseguir a toda costa el éxito y el poder. Es, en principio, un mundo extraño y hostil a las mujeres, que, para sobrevivir y prosperar en él, sólo han tenido hasta ahora dos caminos: masculinizarse, es decir, actuar como los varones y competir y supeditarlo también todo a la consecución del éxito y el poder, o intentar compatibilizar la vida laboral o profesional con el cuidado de la familia, ya que la mayoría de las mujeres se han resistido a renunciar a lo que se ha denominado la cultura femenina.Pero compaginar el éxito profesional con la "ética del cuidado" (que es como C. Gilligan llama a esta cultura femenina) es muy duro, porque obliga a la doble jornada de trabajo ya que en ella hay elementos que siempre estarán fueran de los progresos sociales y técnicos, porque en este trabajo la amistad y el amor son imprescindibles. ¿Cómo sustituir esa capacidad que las mujeres han tenido para estar siempre cuando alguien de su familia las ha necesitado, para consolar o para compensar y disimular las inseguridades y los miedos de los demás componentes de la familia tradicional?, ¿Cómo renunciar a la felicidad que, a pesar del trabajo que supone, produce el cuidado de las personas que quieres? Como dice Marina Subirats, el amor ha sido el opio de las mujeres, pero también es su alimento, en la misma medida en que el poder o el éxito lo han sido y lo son de los varones. La pregunta es, ¿qué harán las nuevas generaciones de mujeres?, ¿Qué opciones tienen, una vez descartada la poco probable vuelta al ámbito de lo doméstico?, ¿Qué consecuencias se derivarán para la sociedad de su elección? Si optan por renunciar a la "ética del ciudado" y a su tarea tradicional de soporte de una familia, probablemente cada vez nacerán menos niños, morirán más ancianos de tristeza y soledad y aumentará el paro a extremos insostenibles.

Parece que la salida sólo puede venir del reparto paritario entre varones y mujeres y de la desmasculinización de la vida pública. Pero para que esta solución sea posible, hay que avanzar casi simultáneamente en cuatro apartados: a) Es imprescindible que los poderes públicos creen las escuelas infantiles y los servicios sociales de atención a enfermos y ancianos necesarios. b) Debe producirse un acuerdo (se habla de un nuevo contrato social) entre varones y mujeres para el reparto equilibrado de las tareas domésticas. c) Hay que conseguir una modificación en el proceso de socialización y educación de los niños y niñas, de manera que desaparezcan los modelos masculinos y femeninos, alimentados durante siglos. d) Es necesaria la incorporación a la vida pública de los valores considerados tradicionalmente femeninos.

Si se avanza por este camino, no sólo se romperá el techo de cristal, sino que se logrará una vida pública menos competitiva, más dialogante y, en definitiva, más habitable para todos, no sólo para las mujeres, sino también para los hombres.

Mercedes Madrid es profesora del I.E.S. Ferrer i Guardia de Valencia.

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