Besos
Madrid es una ciudad muy besucona, por instinto. Y esto va a más, porque aquí hay mucho morro. Por diversos avatares, estamos en plena euforia oscular: la primavera pide paso, las elecciones aprietan, el carnaval humedece los labios (por cierto, la musa oficial carnavalera de este año se apellida, precisamente, Besora). Son muy pocas las personas que, por una u otra razón, se libran estos días de besar o ser besadas. No se libra ni el Santo Cristo de Medinaceli, que el pasado viernes fue besado por más de 50.000 ciudadanos.Los faranduleros, que aquí son legión, han bajado al beso de los altares (o lo han rescatado de las cloacas) y lo han infiltrado entre el pueblo llano y los intelectuales. Filósofos, cupletistas y rockeros se besan en las recepciones. La etiqueta se encuentra en horas bajas: siempre se sale del paso con fluidez, ignorancia y un par de besos sonoros en la mejilla de señoras, caballeros, animales y bestias.
En Madrid se dan al día, más o menos, millón y medio de besos tontos, prescindibles, ridículos incluso. Es una estupidez besar en público a alguien a quien aborreces. En ese millón y medio no están incluidos otros besos de variado pelaje pero de imposible evaluación numérica: besos infantiles, robados, clandestinos, soeces, inconfesables, perdidos... Y, por supuesto, los besos de Judas, que son algo así como la rama oprobiosa y canalla de la familia.
En Madrid, para llegar y besar el santo, hay que aprender a besar sin ningún tipo de escrúpulos para que las cosas salgan a pedir de boca. Ahora bien, esto es un arte desconocido por el vulgo y por la mayoría de los políticos. Es el arte de intuir, el arte de saber qué hay que hacer ante un extraño: darle un par de besos o partirle las piernas del alma. No es fácil atinar, aunque parezca lo contrario.
J. V. K., casado, de 37 años, nunca besa en público porque siente vergüenza ajena. Ayer se disfrazó de cateto y logró estampar sus morros en la boca de una hipotenusa en la plaza Mayor. El beso es eso.
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