El estilo Serra JOSEP RAMONEDA
Es como un corcho: flota siempre. Desde hace 25 años ha estado en todas las travesías de los socialistas catalanes y españoles. Muchos de los que navegaron con él han ido quedando por el camino, ahogados en tempestades mucho menores que las que él superó. Pero Narcís Serra sigue desactivando capitanes (apenas se habla de ellos) con la misma destreza con que en su día desarticuló a los militares. ¿Cuál es el secreto de la eternidad política de Narcís Serra? Narcís Serra es un profesional de la salsa política. Su habilidad está en ligar gustos aparentemente contraindicados hasta convertirlos en perfectamente insípidos. Lo que Serra toca, como el agua, sabe a poco, las especies con que cada uno condimenta su apuesta quedan drásticamente reducidas al pasar por sus pucheros. Una vez que se le fue la mano con la pimienta tuvo que dimitir.Dimitió y volvió a Cataluña. Aquí supo sobrevivir beneficiándose de la baja permeabilidad entre la política catalana y la política española. Se puede estar muy quemado en Madrid y ser aclamado en Barcelona, porque los parámetros que rigen la selva madrileña y el oasis catalán, para bien y para mal, son muy distintos. Enseguida empezó a circular la especie de que era el único que podía atar los muchos cabos perdidos del PSC. Y lo hizo. De su mano el PSC jugó a favor de Borrell en las primarias, y, con la mayor naturalidad, se puso después, cuando el candidato quedó descabalgado, al servicio de Almunia. Un salto mortal limpio, sin un solo rasguño. Y sin una sola explicación. Pero lo propio del estilo Serra, lo que le ha dado notoriedad y sobre lo que ha construido esa condición de imprescindible, es que nunca ha mostrado enamoramiento alguno por las ideas políticas. Si las tiene -seguro que las tiene porque inteligencia no le falta-, nunca comete la obscenidad de exhibirlas. En política, la que a él le gusta, la de los que están en el secreto -aunque después resulte que el secreto no existe-, las ideas son perfectamente prescindibles. Sus éxitos se construyen sobre la discreción y la presunción de que posee grandes cantidades de información. Su lugar está en la trastienda del poder. Donde el poder es simple relación de fuerzas: yo te tengo, tú me pillas.
Cuando las exigencias del guión lo exigen -la posición en la lista marca la jerarquía-, Narcís Serra asume el papel de candidato, pero no se aparta un ápice de su tranquila discreción. A veces parece como si se esforzara en hacer creer que de verdad no tiene nada que decir (por ejemplo, en una reciente comida que relató agudamente Joan de Sagarra). Otras veces, simplemente, no se presenta, como ha ocurrido ya en dos actos de campaña. Así gana Serra, procurando pasar desapercibido (o, más precisamente, poco percibido) y dejando que otro ponga la cara. Le ha ido siempre bien, ¿por qué cambiar? En 1996, el año de la derrota del PSOE, Serra consiguió un resultado extraordinario. Sin apenas poner la cara. Felipe o Aznar, tú eliges. Este fue, en palabras del propio Felipe González, "el gran cohete" de la campaña del PSC que le permitió una holgadísima victoria en Cataluña. Estamos en el 2000 y Serra prueba la misma suerte. Ahora es Almunia, el que más entiende a Cataluña, el rostro de su campaña. Y, de momento, se le auguran buenos resultados. Curiosos tiempos estos en que la política premia a los menos habladores.
Aunque por el miedo proverbial a la transparencia y a la claridad democrática no estén plenamente reconocidas, el PSC es un partido rico en tendencias y en entorno. Maragall, Obiols, Montilla, Borrell, todos tienen alguna tendencia o familia, con significación ideológica, sobre la que se apoyan. Todos, menos Narcís Serra.
Para ganar unas elecciones no basta con tener un proyecto, poco o mucho, bueno o malo, todos lo tienen; el candidato tiene que dar la sensación de que él mismo es un proyecto. El líder es aquel en el que el proyecto se encarna, sea González, Pujol o incluso Aznar, que va creciendo como forma híbrida de la España eterna y la oligarquía tecnofinanciera. El propio Almunia, a falta de grandes propuestas renovadoras, lleva la socialdemocracia puesta en su cuerpo. ¿O es que quien le viera por primera vez podría pensar que fuera candidato de otra cosa? Este no es el juego de Serra. La cara ya la ponen otros. Lo suyo es el poder en su estricta materialidad: el control de las pesas y medidas de un gobierno, de un país o de una organización.
En 1996, Serra era el portador de una alternativa entre dos rostros: Felipe o Aznar. Ahora va empaquetado entre dos rostros: Maragall y Almunia. Con una complicación añadida de la que Serra sabrá sacar partido: a veces estos dos rostros entran en incomodidades. Por ejemplo, cuando Almunia presenta su alianza de izquierda como una alternativa a los pactos con los partidos nacionalistas.
Con Serra haciendo de la discreción virtud, con Pujol repitiendo la eterna canción para atar en corto a Trias, con Piqué intentando alargar una carrera condenada a ser corta porque los usos del mundo del dinero son distintos de los de la política, es fácil entender el escasísimo interés que estas elecciones están teniendo en Cataluña. Y, sin embargo, todos los partidos se juegan bastante. Es obvio que los resultados marcarán el ritmo y el modo del proceso sucesorio en Convergència i Unió. Y también que un crecimiento importante en Cataluña sería síntoma de mayoría cómoda para el PP.
¿Y Serra? Por supuesto, seguirá flotando. Pero un buen resultado le permitiría torear con mayor autoridad el próximo congreso socialista y seguir guardando la casa hasta completar la travesía de Maragall hacia la Generalitat. ¿Y si el día en que Maragall llegue descubrimos que toda esta andadura estaba en función de este destino? Por una vez, contradiciendo a La Boètie, la política habría sido complicidad con amistad. El viaje habría sido muy largo.
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