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Barbería

E. CERDÁN TATO

Aquel hombre era un artista de la navaja. Te cortaba el pelo como si ejecutara una sinfonía de Mahler, con la monótona percusión de las tijeras y la flauta dulce de sus discretos comentarios. Humedeció tu cabeza, con un colonia de hierbas silvestres, te peinó y te mostró finalmente, con el recurso de un juego de espejos, el esplendor de su obra: la nuca perfilada, las patillas a la última, los cabellos glaseados con cremas vegetales. Debajo de tanto virtuosismo, percibiste cómo las emociones y los pensamientos se desplazaban del cerebro a la raíz de tus encanecidas sienes. Hiciste un gesto de aprobación y el artista te devolvió una gentil sonrisa. Mientras un joven barría el suelo, el barbero abatió el sillón y empezó a enjabonarte el rostro. Fue entonces cuando llegaron tres nuevos clientes y se pusieron a charlar de muchas cosas. Cuando la afilada hoja de acero terminaba de apurarte las mejillas, ya tenías noticia de la muerte de una criatura de pocos meses perpetrada por sus padres, de la desarticulación de una banda de trata de blancas y de los sucesos de Mitrovica. Tu tesis mantenía su frescura: la barbería era y seguía siendo, desde al Antiguo Testamento y el siglo de Pericles, el más veloz y solvente medio de comunicación. Los tertulianos radiofónicos y los columnistas corrosivos no pasaban de discípulos de los sofistas atenienses. Y el barbero ejercía un oficio casi tan antiguo como el puterío o la caza del ciervo, y además estaba instruido para la práctica de la sangría.

En tanto divagabas, el barbero te cubrió la cara con un paño mojado y toda tu musculatura se resolvió en una incolora gelatina. Y entonces escuchaste, con asombro, tu nombre y una rancia imprecación: bolchevique. Luego, alguien te quitó pausadamente el paño. Y mientras el barbero te colocaba la navaja en el gaznate, aquellos tipos te observaron con desdén, y uno exclamó: el voto o la bota. Entonces caíste en la cuenta de que era tiempo de elecciones. Y te pusiste una cabeza de ajos en el bolsillo.

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