Parlamentarios
JOSÉ RAMÓN GINER:
Si tuviera que citar el nombre de alguno de los parlamentarios que han representado a mi provincia, en la legislatura pasada, me vería en un serio compromiso. Y eso que me tengo por hombre medianamente informado y acostumbro a leer varios periódicos al día. Y, sin embargo, yo ignoro los nombres de estos políticos, ya sean de uno u otro partido. Recuerdo, sí, el del diputado Manuel Alcaraz. Pero este hombre, ya lo he contado, fue un diputado atípico, singular, que los alicantinos añoraremos durante mucho tiempo. Del resto de nuestros parlamentarios, solo tengo una idea muy vaga, muy difusa, una confusión de rostros y legislaturas que se enredan en mi memoria.
Esta indefinición, tan habitual, por lo demás, en muchas personas, es consecuencia de una de las aportaciones más peculiares que los españoles hemos hecho a la ciencia política. Los españoles, que en estos asuntos no tenemos fama de ser muy brillantes, hemos sido capaces, sin embargo, de crear una curiosidad: un régimen parlamentario donde lo menos importante son, precisamente, los parlamentarios. Desde luego, nadie discutirá, oficialmente, su importancia. Se afirmará que son indispensables. Ciertamente, sin ellos, no podríamos hablar de democracia. Pero, esto -todos lo sabemos- no es más que la teoría. En la práctica, que es el lugar donde se desempeña la política, nada de ello es necesario y nuestros diputados podrían ser fácilmente sustituidos por otros individuos de similar ideología, sin que el cambio alterase sustancialmente el resultado. A fin de cuentas, a nuestros parlamentarios no se les pide mucho más que el voto de obediencia y su presencia, en determinadas ocasiones, en el escaño.
Ya sé que algunos alegarán en su defensa el trabajo que deben desempeñar en oscuras comisiones, las horas perdidas puliendo el artículo de alguna ley o esa política invisible que, dicen, se ejecuta únicamente en los bares aledaños a las Cortes. Pero, qué quieren que les diga, de todo eso, los ciudadanos no percibimos nada o lo percibimos muy vagamente. Lo que sí advertimos los ciudadanos es indiferencia, desapego, lejanía. En cuanto se cierra el periodo electoral, ¡qué difícil se hace ver de nuevo a un parlamentario en nuestras calles! De ese modo, forzados por la realidad, acabamos viendo al diputado como un ser lejano, inaprensible, que vive la mayor parte del tiempo en Madrid y pasa los fines de semana en la sede del partido, velando por su futuro.
De esta concepción del parlamentarismo nace, creo yo, buena parte del desinterés con que se acoge ahora este trajín de las campañas electorales. Hemos creado un sistema de partidos tan cerrado, tan excluyente, que el factor humano carece de toda importancia. Y sin él, se diga lo que se diga, resulta imposible la pasión, tan necesaria para la vida. Todo cuanto nos queda, pues, son unas marcas, unos líderes, algunos eslóganes y la disputa agria por unos minutos de televisión. Muy poca cosa para despertar la emoción. Sobre todo, en unos tiempos donde la ideología parece causa de vergüenza y todo el mundo trata de esconderla.
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