_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El beso

La española cuando besa es que besa de verdad, y a ninguna le interesa besar por frivolidad. Aquella memez era proclamada por una coplilla de los años sesenta que llevaba el pomposo título de El beso en España. La letra venía a decir que cuando una señora nacida en este país, reserva espiritual de Europa, tomaba la decisión de compartir un ósculo con un caballero era porque lo había meditado mucho previamente hasta determinar que lo que iba a hacer no era una fruslería, sino que le salía del alma. Escuchando la tonadilla, uno imaginaba a la mujer retirándose a pensar minutos antes como el frío mármol esculpido por Rodin para, desprovista de toda pasión, deliberar sobre la conveniencia de lo que se planteaba hacer. Con el objeto de que nadie pensara que la dama en cuestión era una borde, el autor aclaraba que esta doña podía recibir un beso en la mano o le podían dar un beso de hermano y que así la besarían cuando quisieran. Pero matizaba que lo que se entiende por un beso de amor no se lo daban al primer pringado que se pusiera a tiro.Aunque no recuerdo bien todas las estrofas, la conclusión definitiva era que la española no es una pelandusca que vaya por ahí dándole el morro a cualquiera y que para eso estaban las extranjeras, cuya afición al despendole era de todos conocida. Sin embargo, los tiempos cambian y con ellos cayeron muchos prejuicios. Ahora, los chiquillos, apenas despiertan a la sexualidad, ya están buscando los labios de un miembro del sexo contrario para experimentar las mismas sensaciones que los tipos que salen en las películas.

Generalmente llevan el aprendizaje bastante avanzado porque el que más y el que menos ha seguido los cursos de metodología sexual que les proporciona la contemplación de no menos de dos o tres horas diarias de televisión. Antes, además, los actores juntaban los labios en la pantalla y todo lo demás había que imaginárselo porque quedaba oculto al objetivo. Eso los americanos, que eran unos procaces, porque aquí el galán torcía la cabeza hasta situarla en línea con la de la dama para que sólo viéramos un cogote o ponían delante un sombrero o el paraguas, con lo cual podíamos pensar que estaban besándose o rezando el Santo Rosario. En la actualidad, en cambio, ya sean nacionales o extranjeros, los protagonistas se esfuerzan con denuedo por mostrar abiertamente al espectador toda la maniobra llegando a extremos de virtuosismo ciertamente encomiables. Consiguen así que presenciemos las distintas evoluciones de la lengua no sólo en su correr dientes abajo buscando el centro, que diría Miguel Hernández, sino ofreciendo primeros planos de la campanilla. Con semejante master en morreo no es de extrañar que los mocosos procedan con tal maestría desde los primeros balbuceos que parezcan rememorar las experiencias amorosas de su anterior reencarnación. Una prueba fehaciente de hasta qué punto se ha devaluado la trascendencia metafísica del beso de España es el concurso que organizó el lunes pasado el Ayuntamiento de Valdemoro para celebrar el Día de San Valentín. Siete parejas se apuntaron a la competición, que premiaba con 10.000 pesetas no el beso más amoroso ni el más sensual o imaginativo, sino el más largo. Dos mil duros por los que hubo participantes que se dieron el pico sin mediar relación sentimental alguna, sólo por el cochino dinero. Cuarenta y cinco interminables minutos permanecieron intercambiando saliva los ganadores de tan edificante certamen. Un auténtico atracón de morros que dejó exhausta y con la boca entumecida a la pareja triunfadora y probablemente sin ganas de aproximar sus labios para una buena temporada. Y es que entre aquel beso de España que llevaba la hembra muy dentro del alma y éste de Valdemoro forzado, huérfano de emoción y encharcado en babas, hay toda una gama de posibilidades. Una escala marcada por la intensidad del sentimiento más allá de la razón y de la burda emulación de los ligones en celo. El mejor beso no es el más casto, ni puritano, y mucho menos el más banal o prolongado, sino el que te hace temblar como una hoja desatando la pasión en cuanto rozan los labios. Eso es besar de verdad. Y el premio nunca es en metálico.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_