La Austria de Torberg
El escritor Friedrich Torberg era destacado miembro de un inmenso clan extinto de un país que feneció. Eran ellos una élite atípica y en su mejor sentido. No se definía por dinero o propiedad, por erudición o conocimientos, por origen, posición social o de poder. Su elemento característico era una forma de entender la vida, en la que había generosidad y rigor, un talante especial, elegante y sofisticado, descreído pero fiel a sus principios. Había entre ellos teóricos del marxismo y consejeros áulicos del poder, poetas y funcionarios, industriales, líderes obreros y escribidores insolventes de café. Eran los "Altösterreicher", algo así como los austriacos de viejo estilo. Sobrevivieron al Imperio, lo que explica un especial sentido de la transitoriedad de la cosa pública, de lo efímero de la privada y lo eterno de la íntima. Por supuesto, no todos los austriacos que vieron caer al imperio eran tales. Pero fueron caracteres que gozaron de especial respeto y una influencia difusa pero consistente.Nacieron en un inmenso Estado con más de 50 millones de ciudadanos a principios del pasado siglo, dos grandes puertos de mar, Trieste y Fiume, orgullosos buques de guerra como el Viribus Unitis y un Ejército que desfilaba tan coqueto y colorido que se decía que era una lástima mandarlo a la guerra. Sobre todo porque hacía siglos que no ganaba ninguna. Esta frívola costumbre de llevar a los militares más al desfile y y al baile que a maniobras tuvo que ver con la hecatombe. Pero la razón de la misma fue su incapacidad de ver que su tiempo, en su forma, se había agotado. Aquellos austriacos de viejo talante se convirtieron de repente en ciudadanos de un Estado minúsculo con un miserable andén de carga en el Danubio y unos cuantos lagos tan inútiles como su imagen en postal. Perdieron lo que había supuesto su identidad, orgullosas ciudades fortaleza en el este como Przsemysl y Lemberg, soldados checos, eslovacos y húngaros, marinos italianos en Istria y Dalmacia, serbios fieles que defendían sus fronteras contra el imperio otomano y agricultores alemanes en el oeste y en Transilvania y el Banato, hacendosos y ordenados.Era un Estado peculiar que no se dio cuenta de que cada vez tenía más enemigos hasta que fue tarde. Y era excéntrico. Tenía, por ejemplo, la curiosa manía de pintar de amarillo todos sus edificios oficiales, colegios y academias militares, hospicios y hospitales, oficinas de correos y de Hacienda. Aun hoy, ese amarillo pálido, cuarteado, maltratado por los tiempos y la desidia es un símbolo de Centroeuropa. Era paternalista aquel Estado y, sin embargo, relajado. Contaba con más servicios públicos que cualquier otro país europeo y una efectividad sorprendente. Era un país raro, contradictorio, autocomplaciente y autocrítico a un tiempo, casi sureño en contraste con la seria y rigurosa Prusia.
En una clásica paradoja necrofílica austriaca, recibió su mejor nombre cuando ya había muerto. Se lo dio Robert Musil: era Kakania. Sus ciudadanos se reían de su patria sin mala conciencia y el propio Estado jamás se tomó a sí mismo demasiado en serio. Era Kakania un país suave de trato, en el que la policía torturaba mucho menos que en Rusia, Francia o Prusia. Había tiros, por supuesto. Había revueltas obreras. Pero siempre daba la impresión de que la sangre jamás llegaba al río. El asalto del general Radetzky a Milán fue cruel, pero excepcional. Y fue la última vez que Austria ejercía con éxito la fuerza. Un canto de cisne que mereció una popular marcha militar para el día de Año Nuevo. Nada más.
Vivían en aquel Estado decenas de pueblos a los que se aplicaba siempre las mismas leyes. Se sabía también fuera. Todos los que huían de los países vecinos se refugiaban allí. En las ciudades austriacas de Cracovia, Debrecen, Praga o Hermannstadt se sabía de los pogromos en Rusia por las caravanas de refugiados que llegaban. Volvió a pasar con los pogromos comunistas de 1956 en Hungría, 1968 en Checoslovaquia y 1981 en Polonia. Y como algunos olvidan, mientras España albergaba la orgullosa cifra de unos pocos centenares de kosovares durante la guerra, en Austria eran decenas de miles.
Pero volvamos al pasado. Por entonces, cuando Torberg era un niño, los funcionarios hablaban su propio idioma y además un alemán más o menos raro, y estaban orgullosos de trabajar para una burocracia segura de sí misma. El correo funcionaba. Hasta los trenes llegaban a tiempo. Era un país ordenado, como dice algún compañero de Claudio Magris en relatos austro-húngaros.
Desde la bella Bukovina allá en la actual Rusia hasta los parajes de viñedos junto a Suiza, desde los espléndidos palacios de Bohemia hasta las campas heladas de los Shtetl, los pueblitos judíos de Transnistria, Polonia y Rutenia donde los agricultores vestían levitas negras y se cuidaban los tirabuzones, desde los bosques de Silesia hasta las islas del Adriático, subsistía muy razonablemente un Estado en el que nadie había caído en cuenta de que era una cárcel de pueblos hasta que algunos, normalmente residentes fuera, comenzaron a proclamarlo. Esto fue ya al final, cuando la nueva lógica de las potencias y la peste moderna de los nacionalismos estaban a punto de acabar con Kakania, aquel país en el que un vendedor de castañas recorría al año mil kilómetros sin enseñar jamás un papel de documentación.
Torberg y los suyos consideraban que los nacionalismos eran una simpleza zafia inventada por los franceses para dar la lata. Ellos eran lo que hoy Jürgen Habermas llama patriotas constitucionales, entonces de las leyes escritas y no escritas que sancionaban muchas desigualdades sociales, pero ninguna étnica. No es que las gentes fueran felices, pero Torberg y los suyos sabían muy bien de los peligros de la obsesión por la felicidad. Sí eran ácidos críticos de la infelicidad gratuita, en la tradición que va desde Grillparzer hasta Thomas Bernhard, sin olvidar a Karl Kraus o Viktor Adler. Sabían que la plaga nacionalista sería una moda ridícula hasta que infectara a los alemanes del imperio. Viena despreciaba a los teutones de los Alpes, como los llamaba Joseph Roth. Por todo esto es tan absurdo el reduccionismo de ver Austria como un campamento nazi. La desgraciada aritmética electoral que ha llevado al poder al prototipo de teutón de los Alpes da inmensas facilidades para demostrar la suprema osadía de la ignorancia. Torberg, como Gustav Klimt o Adolf Loos, como Hugo von Hoffmansthal, como Arthur Schnitzler, como millones de austriacos surgidos de un crisol de culturas, eran menos simples que estos tertulianos e improvisados analistas de estos días. Tenían amor al matiz y a la complejidad. Muchos eran torturados por los abismos de la vida y la muerte, seres lúcidos en un mundo en el que copulan con violencia la historia y las pasiones, el miedo y la sensualidad, la belleza y la brutalidad, el placer y el dolor. La intolerancia, la violencia y el odio llegaron después, con el nacionalismo alemán y esa simpleza no muy diferente de la que hoy muchos desparraman.
Torberg vivió en un mundo de emociones y reflexión, elegante y canalla, tierno, culto y transgresor como Viena. Era la ciudad venerada por judíos, checos, eslovacos, alemanes, italianos y rumanos, húngaros y rutenos. Viena cosmopolita y mestiza siempre ha generado un cosmos cultural propio. Allí sólo se decían alemanes algunos cursis. Después, cuando el nacionalismo periférico despertó al monstruo nacional germano, se movilizaron los instintos miserables, sus maniobreros, los ambiciosos, los fanáticos y, sobre todo, los simples. Cuidado con los simples y su simpleza. Cuando asaltaron Viena, simbiosis de la vieja Centroeuropa, comenzó la agonía que ha durado medio siglo.
Torberg, menos bebedor que Roth y mucho menos borracho que Peter Altenberg, tuvo una vida más larga de lo habitual entre los hombres lúcidos a quienes la suerte elige para épocas crueles. Era un hombre de honor que no se tomaba muy en serio. Lo contrario que esa sarta de indignos que se consideran la trascendencia pura. Una vez, Torberg escribió una carta iracunda a su editor, en la que le reprochaba en la edición de una de sus obras la falta de tres comas y alguna errata menor.
El editor le respondió con una carta conciliadora. "Querido amigo, llevo décadas editándote. Te aseguro que esas tres comas y esa errata no las notará nadie". La respuesta de Torberg fue vitriólica. "Veo que sigues sin saber que yo escribo para aquellos a los que duelen esas comas".
Ahora que los austriacos se han puesto tan de moda, tan a su pesar, conviene hacer un alegato contra el desprecio a las comas, contra la simpleza, la de aquellos que asesinaron a millones, la de quienes votan a demagogos sin escrúpulos, la de los partidos tradicionales que no saben hacer frente a los nuevos tiempos y se aferran a mezquinos intereses, y también contra las patéticas y peligrosas simplezas que se oyen y leen últimamente en torno a Austria. El hombre sin atributos es el enemigo intelectual y visceral del hombre de atributos rotundos que es Jörg Haider. En Viena están siempre presentes las ambiciones, sublimes y macabras, del hombre. Y hay que mantener alta la guardia. Pero la autocomplacencia que el mundo demuestra hoy en su actitud hacia Viena sólo es comparable al insulto a la inteligencia que supone la existencia del Gobierno Schüssel-Haider.
Altösterreicher. Nunca fueron grandes luchadores. Siempre prefirieron morir de asco a enfrentarse a gentes que despreciaban. A los oportunistas, a los vasallos vocacionales, a los chamanes de los bajos instintos. Haider y Schüssel son eso, no nazis. Pero la mayoría de los nazis fueron antes oportunistas que camisas pardas.
En la Viena en la que Freud inició la exploración de los laberintos del alma, la gran aventura de de la complejidad, tenemos un Gobierno de simples ambiciosos dedicados al onanismo político. Creen, los simples, que la historia es corta. Torberg y sus amigos vomitarían al ver a estos personajes instalados en el palacio del Ballhaus. Pero para que Haider y Schüssel sean una mera anécdota desgraciada hay que actuar y hablar como Torberg, sin simplezas, exigiendo las comas bien puestas y mostrando el desprecio que merecen quienes desprecian los valores y los principios. Hasta en la ortografía.
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