_
_
_
_
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Romeo juega al fútbol

Un asombroso cambio en los rituales de la euforia nos lleva a una conclusión reconfortante: el erotismo se está apoderando del fútbol. Han pasado los tiempos de caos en que los chicos se apilaban en confusas montoneras para celebrar cualquier golito de rebote. Nadie discute que esa fórmula tumultuaria de cantar victoria tuviera algunas ventajas; en primer lugar, porque nos ofrecía la oportunidad de admirar aquellos retratos de Raúl Cancio en los que descubríamos la semejanza profunda entre el área de penalti y las playas de Iwo Jima. Pero tenía también algunos inconvenientes: no nos referimos a la caterva de censores que denunciaban los supuestos pellizcos, frotamientos y otras efusiones clandestinas que pudieran camuflarse en aquella maraña de pantorrillas. Estamos hablando de los largos segundos en los que, con el corazón encogido, los espectadores esperábamos a que se deshiciera el ovillo para comprobar que el autor del gol había salido indemne.Sin duda convencido de que las relaciones entre competidores debían ser revisadas con urgencia, Michel, el hombre que había resuelto la ecuación de los llamados centros-banana, hizo un desesperado intento de terminar de una vez por todas con la epidemia de empujones, torceduras de brazo y otras sevicias que amenazaban con degradar el juego de área hasta extremos intolerables. ¿Qué hizo para remediar el asunto? Todo el mundo lo sabe: ponerle las cosas en su sitio al algodonoso Carlos Pompón Valderrama. Sin embargo, en lugar de valerle alguna mención honorífica, aquella gentil disposición, que podía haber acabado con la dudosa fama del Fondo Sur del Bernabéu, le procuró un sinfín de desventuras, desde cierta cancioncilla zumbona que le perseguiría durante años hasta las interminables disculpas que hubo de pedir a sus amigos más puntillosos, sin olvidar las miradas de sospecha o de lascivia con que le taladraban, muac, muac, algunos circunstanciales compañeros de ascensor. Aunque no se ha resuelto el debate sobre la grandeza de su sacrificio, tocólogos, antropólogos y vulcanólogos le deben una explicación.

Fue en el Mundial USA cuando las costumbres de los goleadores sufrieron un vuelco inesperado. De repente Mazinho marcó un gol; formó, hombro con hombro, junto a Romario y Bebeto, y se puso a acunar al bebé invisible para estupor de unos mil millones de espectadores entre hoolligans, niñeras, pingüinos y esquimales. Sin perjuicio del aumento del índice de natalidad, el gesto pudo ser interpretado como un vano intento de redención, porque, digámoslo ya, en su propia casa el futbolista-medio suele ser considerado un pelma que se pasa la vida de viaje, y ni siquiera está probado que alguno de ellos haya sido visto calentando un biberón.

Recientemente, los usos de nuestros más afamados artilleros han dado un sesgo definitivo. Ahora, en vez de recurrir al zafio corte de manga, festejan sus goles dando un chupetón a sus anillos de compromiso. No importan la rudeza, la dificultad y la trascendencia de la jugada: cuando llega el momento se deshacen de sus colegas, miran el palco que tú y yo sabemos, amor mío, y se besan apasionadamente el metacarpiano.

Hay división de opiniones sobre los orígenes y significados de esta romántica costumbre. Puede ser que nuestros cracks se hayan enamorado perdidamente. O que la plaga de carantoñas estuviera predestinada desde el día en que un desaprensivo hizo la primera. No es que desde entonces los goleadores carezcan de libertad, pero, ¿quién tiene agallas para volver a casa sin haber hecho la oportuna dedicatoria?

Por si acaso, y ahora que lo pienso, muac, muac, muac.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_