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Utilidades

LUIS GARCÍA MONTERO

El concepto de voto útil suele cargar a los ciudadanos con una tarea que corresponde a los políticos. Casi obligado a integrarse en la realidad posible, escogiendo a bulto entre el negro y el blanco de las ofertas esquemáticas, el votante debe renunciar a sus matices, a las escalas íntimas de su ideología y al deseo de sentirse representado como individuo en las decisiones colectivas. Para que no adquieran demasiado poder los políticos que están más lejos de nosotros, se nos invita a renunciar a los políticos que nos quedan más cerca, en la búsqueda de un punto intermedio que llega a justificarse, según convenga, como un mal menor o como un bien insuficiente. Más allá de la expresión de la voluntad real de todos los ciudadanos, más allá de las capacidades individuales de intervenir en la política, la democracia se reduce al juego de los turnos, en unas elecciones sin matices creativos, cada vez más huecas y más sometidas a la voluntad de unas élites profesionalizadas. Conviene por eso, cuando hablamos de pactos y de votos útiles, recordar que en la higiene democrática todos los votos son útiles, incluso los que demuestran simpatías por opciones marginales, ya que las urnas deben recoger, asumir y armonizar de una forma completa la realidad ideológica de los votantes. Para que un sistema respire sin asfixia, sólo es útil que cada ciudadano vote, sin condicionamientos coyunturales, por la opción política con la que más se identifique. Cualquier otro camino supone envenenar las raíces, separar los árboles del bosque.

La utilidad posterior de todos los votos útiles es ya tarea de los políticos. Son ellos los que deben calcular las posibilidades, los caminos intermedios, el modo de intervenir en la realidad con las fuerzas obtenidas. Si es pernicioso que un ciudadano renuncie por utilitarismo a expresar su verdadera voluntad, también resulta improcedente que un político se encastille en la pureza de sus votos, en la verdad de su programa, sin intervenir con alianzas y equilibrios, siempre que sea posible, en los horizontes de la realidad. La situación política andaluza ofrece a la izquierda una situación inmejorable para que cada partido defienda su personalidad ideológica, asumiendo el compromiso posterior de una tarea conjunta y dialogada. Sólo hacen falta un poco de claridad y otro poco de respeto.

Hay que volver a la palabra izquierda. La tan cacareada muerte de las ideologías ha supuesto el triunfo casi absoluto de las mentalidades más conservadoras, en un culto descarnado ante el altar de la economía, con un nuevo catecismo de verdades teológicas que parecen no admitir dudas, ni repartos, ni controles solidarios. En este panorama, los debates nacionalistas suelen llenar el hueco de todas las discusiones, bajo una escala variable que va desde el asesinato a la degradación cateta de la cultura, desde el racismo de la extrema derecha al pintoresquismo de los orgullos costumbristas. Europa y España están comprobando cómo las ideologías más reaccionarias se encarnan en proyectos nacionalistas de diverso pelaje. Andalucía tiene una oportunidad de girar el timón, buscando el viento sur que nos encamine hacia otro horizonte.

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