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Cultura

J. M. CABALLERO BONALD

Acaba de publicarse algo que ya se sabía: que los hábitos culturales de los españoles son de una precariedad desoladora y que, salvo error u omisión, vamos camino de medir exclusivamente nuestro consumo intelectual por el tiempo de permanencia ante el televisor. Lo que se dice un porvenir halagüeño. Tan alarmantes datos no son por supuesto aleatorios: provienen de un estudio realizado por la Sociedad General de Autores (SGAE), después de entrevistar a 24.000 personas a lo largo de dos años. Parece evidente, además, que la muestra elegida y el tiempo empleado en esa investigación garantizan su credibilidad. Aunque la verdad es que hubiese sido más piadoso quedarnos con alguna que otra duda.

Pero las cuentas son claras; por ejemplo: el 92% de la población no ha asistido nunca en su vida a un concierto de música clásica; el 75% no ha ido nunca a un teatro, y la mitad de los encuestados jamás ha leído un libro. Una penuria realmente desorbitada, digo yo, si se aplica a un país que acaba de ingresar en el nuevo milenio -no importa que en términos psicológicos- con una vanagloria material que no parece corresponderse con tantas carencias culturales. Una de dos: o hay algo que no encaja bien o es que nos están haciendo trampas en el consabido juego del estado de bienestar. Nada de eso es nuevo, sin embargo. Tengo a la vista un elocuente sondeo realizado en los inicios de la democracia donde se llega a conclusiones muy parecidas a las de esta última encuesta de la SGAE. Nuestros usos culturales eran ya, seguían siendo, paupérrimos. Pero ahora hay que añadir algo aún más deprimente: no existen indicios de que esa situación vaya a corregirse. Continuaremos tan subdesarrollados intelectualmente como ya lo estamos en estas fronteras finiseculares. Claro que lo primero que cabe preguntarse es que hasta cuándo.

No resulta ni mucho menos aventurado atribuir semejantes lacras a la política cultural del gobierno, o de los sucesivos gobiernos democráticos, por no retroceder hasta el franquismo. Las deficiencias educativas han sido a este respecto de una palmaria tenacidad. Se ha desatendido sistemáticamente la formación integral del niño, interceptando su adecuado acceso a los más comunes bienes culturales: oír buena música, leer libros estimables, contemplar bellos cuadros. ¿Tan difícil hubiese sido actualizar a tales efectos, pongo por caso, las beneméritas iniciativas pedagógicas de la Institución Libre de Enseñanza?

Pero ocurre que también se está produciendo en este sentido una llamativa contradicción. Me refiero sobre todo a algunas repentinas reanimaciones culturales que sólo lo son en apariencia. O de modo muy provisional. Ya se sabe lo que pasa: de pronto, hay colas para entrar en ciertas exposiciones, para ver ciertas películas, para comprar ciertos libros. Sin duda que a veces esa atención multitudinaria resulta alentadora, pero por lo común no es más que una variante anodina del gregarismo, una falsa alarma que en ningún caso afecta a nuestros paupérrimos hábitos intelectuales, o sea, a nuestras cuatro horas de televisión. Publicidad incluida.

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