Orwell, 50 años después
"A los 50 uno tiene la cara que se merece", escribió Orwell cuando le quedaban pocos meses de vida y sólo había cumplido 46 años. Se trataba, quizás, de una afirmación intuitiva inducida por el diagnóstico de su médico: si era capaz de dejar de escribir y concederse el reposo necesario, sus pulmones podían resistir un tiempo indeterminado. No podía aventurarse una curación en su estado pero el paciente, en el argot del médico, podía conseguir el status del "buen crónico", o sea, capacidad para andar por casa y unas horitas diarias de trabajo sedentario. Más no se podía esperar. El innovador tratamiento con estreptomicina que su amigo, el magnate David Astor, había conseguido importar desde Nueva York resultaba impracticable en Orwell por sus devastadores efectos secundarios. El autor de 1984 tuvo el dudoso privilegio de ser posiblemente el último escritor en morir de una dolencia con gran tradición literaria, la tuberculosis. La hemorragia pulmonar que resultó definitiva le sobrevino en la soledad de su habitación en el University College Hospital de Londres la noche del viernes 21 de enero de 1950. Horas más tarde pudieron localizar a la mujer con la que había contraído matrimonio en aquella misma habitación hacía poco más de tres meses.Su primera esposa, la que estuvo con él en Barcelona, había muerto en 1945. Orwell enviudaba en el momento en que su carrera literaria despegaba espectacularmente con el éxito de Animal farm. El viudo Orwell, padre de un niño adoptado, realizó en los años siguientes varias tentativas de contraer nuevo matrimonio. Consciente de su precario estado de salud pero con el punto de excentricidad habitual, se había "propuesto" como marido a un par de amigas con el sugerente argumento de que la futura señora Blair (su nombre auténtico) iba a convertirse en un plazo de tiempo razonable en la heredera de los derechos de autor del célebre escritor George Orwell. Sonia, una atractiva joven de 31 años, secretaria de la revista literaria Horizon, fue la que finalmente sucumbió a semejantes encantos. La modesta proposición del viudo Orwell cristalizó en una ceremonia en la habitación del hospital. Dadas las condiciones, la nueva pareja hizo planes para una futura luna de miel en una casa de reposo en los Alpes suizos. Hubo boda pero ya no hubo viaje de novios. Cuando todo estaba resuelto para partir, redactó un testamento con dos pequeñas excentricidades: pidió ser enterrado según los ritos de la Iglesia anglicana (en su rica personalidad cabía el patriotismo à la Tory) y manifestó el deseo de que no se escribiera ninguna biografía sobre su persona. Murió tres días después, hoy hace exactamente 50 años.
Su primer deseo se cumplió. El segundo se preservó durante 30 años pero finalmente, en 1980, apareció la primera biografía de Orwell. Fue, precisamente, la preparación de esta obra lo que hizo emerger la famosa fotografía que acompaña este artículo. El espigado miliciano que aparece por encima de la cabeza y los hombros de los muchachos del POUM en el cuartel Lenin es el autor de Homenaje a Cataluña. Es un documento gráfico interesante por muchos motivos. La foto de Agustí Centelles, el Robert Capa catalán, era desconocida... por el propio Centelles. La inminente publicación de la biografía que preparaba mi profesor, Bernard Crick, nos animó a buscar alguna foto que ilustrara la presencia de Orwell en la Barcelona de la guerra. Era, sin duda, una experiencia central en la vida y la obra del autor y debía existir alguna prueba de ello. Por suerte, para entonces Agustí Centelles ya había podido quitarse el disfraz de fotógrafo de bodas y comuniones con el que transitó por el franquismo. En su nueva vida, acabada la pesadilla, era ya reconocido como el mejor reportero gráfico de la década de los treinta en Cataluña. No tuvo Centelles ningún inconveniente en que repasáramos juntos los célebres negativos de su Leica, los que el exiliado Centelles consiguió conservar en los campos de concentración de la Francia ocupada y que dejó bajo la custodia de unos granjeros cerca de Carcasona. En agosto de 1976, Centelles regresó allí y recuperó, sanos y salvos, los maletines con aquel impresionante pedazo de memoria colectiva. Gracias, pues, a la resurrección del fotógrafo Centelles, pudimos recuperar la imagen de Orwell en Barcelona. La identificación resultó fácil gracias al estandarte con la inscripción "Caserna Lenin. POUM". Así, justamente, empieza Homenaje a Cataluña: "En el cuartel Lenin de Barcelona, el día antes de ingresar en la milicia...". Sin saberlo, Centellas acababa de fotografiar al autor en la primera línea de su libro. Era imagen y literatura, un curioso momento de ekphrasis, para un libro que ha sobrevivido gracias a una feliz combinación de documento histórico y de fascinante ejercicio literario. Su veracidad histórica tiene mucho que ver con la astuta renovación del discurso de la guerra y las convenciones del relato autobiográfico que Orwell supo infundir a su testimonio. La foto de Centelles documenta la que fue la experiencia pivotante en la obra de Orwell: su paso militante por la revolución española y las revelaciones políticas que sufrió en el empeño. El resultado más inmediato fue la publicación de Homenaje a Cataluña, que, como recordó Doris Lessing al recibir el Premio Cataluña, fue para varias generaciones de anglosajones la primera noticia sobre una entidad llamada Catalonia. No creo que el país haya sido generoso con la memoria del escritor (el único detalle institucional que conozco es una placita a la que le puso su nombre el alcalde Maragall). Vivo o muerto, Orwell siempre consiguió ser un tipo incómodo. Llegó a Cataluña como un antifascista precoz y salió por Portbou convertido en un precoz antiestalinista. Lo más importante, sin embargo, visto retrospectivamente, es que esas experiencias le suministraron el impulso y la energía para escribir las dos novelas (Animal farm y 1984) que han lanzado la palabra Orwell a múltiples ecos, casi todos pertinentes para cualquier sociedad que quiera otorgarse la dignidad de llamar las cosas por su nombre. Su pasión por desenmascarar la perversidad de los clichés del lenguaje político ha conseguido penetrar en el lenguaje coloquial con un legado de expresiones que siempre apuntan a lo mismo: a defendernos de las tentaciones totalitarias de los que ostentan poder, provengan éstos de la derecha, de la izquierda o del centro.
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