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Reportaje:

El hombre de la montaña

Miquel Alberola

Había alcanzado la salud de un fruto seco, por eso daba la sensación de que Enric Valor era inmortal. Pero para conquistar esta espiritualidad de almendra había tenido que pasar gran parte de su juventud escalando la sierra de Mariola como un penitente, circunstancia que le había convertido en un naturalista y había definido su esqueleto con un elegancia rectilínea. Durante las heladas del invierno de Castalla en su casa le habían magnificado tanto los paisajes que él se convirtió enseguida en un entusiasta de la montaña. "Las montañas para mí eran una cosa muy misteriosa y bonita", se sinceraba a la mínima hace unos años, echando mano de un pretérito que daba entender que, pese a su inoxidable estado de salud, ya había hecho balance de su vida. A menudo se adentraba por los barrancos hasta perder de vista todo síntoma de civilización, y en ese silencio de algarrobos y alacranes ensayaba profundos ejercicios de introspección. Al final siempre terminaba confundiendo a Dios con la montaña. Dios estaba lleno de piedras, pinos, halcones, dátiles de raposa, tomillos, madroños y bellotas. "Era un ecologista sin saberlo", suspiraba.

Aunque arrastró la contradicción del ecologista que se cuelga una escopeta al lomo. Todos los inviernos empalustraba sus botas con tocino de jamón, se ponía la canadiense y el pasamontañas, se tomaba un vaso de agua con un par de dedos de absenta de sesenta grados, como hacían los hombres, y salía con la escopeta a subrayar la paradoja del cazador que no se considera un matador de animales. "Es una cosa especial... Si puedo lo explicaré en un libro que se llamaría Memòries d"un caçador pobre. No sé si me quedará vida para hacerlo", vaticinaba. Quería explicar que cazar no era un deporte sino un instinto antiquísimo de los hombres, a la manera de Fernández Flores. Quería consignar que en los países montañosos el hombre se siente inmerso en la naturaleza. Que cazar era una lucha contra las grandes cualidades de los tordos. Y que en todo caso, lo importante no era cazar sino la posibilidad de someterse a paisajes implacables, tal como le había inculcado su familia junto a la chimenea.

Su padre fue un terrateniente muy fiel a Canalejas que administraba un cacicado entre montañas de cien jornales al año. Se había singularizado como un gran elaborador de vino de monastrell al que siempre pagaban dos reales más por cántaro. Pero antes había estudiado filosofía junto a Cambó y había entablado una notable relación con don Fernando Giner de los Ríos. El joven Enric Valor se levantaba sobre estos cimientos: el catalanismo, el krausismo y la montaña, trufados con lecturas de Balzac, Maupassant y Dickens.

No sólo en sus fundamentos, sino también en su producción fue un hombre del siglo XIX. En su interior, un instinto montañés le impedía la destrucción del pasado. En los últimos años se lamentaba de que quizá tendría que haber sido un hombre más moderno, pero que eso significaba hacer una traición a los sentimientos y al ambiente en el que se había criado. Ayer murió como un símbolo, entero, tocado con un sombrero. Simplemente regresó a la montaña para siempre, junto a un dios que huele a seta y romero.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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