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Reyes Magos

LUIS MANUEL RUIZ

Considerada desde su importancia argumental en el resto de un libro con una historia enérgica y bien trazada, la aparición de los tres Reyes Magos de Oriente en el Evangelio debe ser tratada a la vez de inútil y sugestiva: tiene esa alegre ociosidad de un cosmético, de un adorno caro que resta gravedad a un interior demasiado severo. No se sabe a ciencia cierta quiénes fueron estos tres individuos, ni siquiera si fueron realmente tres; sus respectivas personas parecen excusas para la presentación del oro, el incienso y la mirra, lo que les convierte en metáforas más que en seres de carne y hueso, símbolos anónimos de la unción de Jesús como el Salvador. Sin embargo, como para resarcirles de su exilio en el rincón polvoriento en que el evangelista los confinó, la imaginación popular se enamoró de ellos y los transformó en emblema de la Natividad: comenzaron a sucederse adoraciones en el portal, lienzos y tablas de taller por los que pululaban tres sujetos algo envarados y cómicos, siempre destacando de la aburrida caterva de pastores que se arrodilla en segundo plano, y por supuesto de la santidad académica de la familia, incluidos buey y mula; a la hora de retratar a los tres desconocidos astrólogos, la mano del pintor del Renacimiento, del último Gótico y el primer Barroco, se llena de una verborrea de color, plumas, abalorios, y presenta a tres buhoneros, tres arquetipos de aquella idea magnética para la Europa de la Modernidad, la del Oriente. Así Melchor, Gaspar y Baltasar se ganaron un hueco en la escondida hornacina de nuestros afectos.

Su visita anual a los niños españoles les hace ascender otro peldaño en el escalafón del fervor popular. Aquí el Rey Mago representa aquello que por excelencia tiene la infancia de profundo, de indefenso, de irrecuperable: toda una lección al mejor estilo de Proust de lo que es el paraíso perdido de nuestras primeras emociones. Hasta tal punto que el fin de la infancia posee una fecha exacta en la vida de cada uno de nosotros, y es ese instante devastador en que descubrimos, por la crueldad de otros o por la conclusión irremediable a que nos condujo un escepticismo incipiente, que los juguetes no vienen de Oriente, que no hay cosas románticas como camellos, reyes y mirra, y que esos países distantes de los que habla el mito son desiertos habitados por hombres que leen el Corán con un fusil en el brazo.

El otro día supe que la Asociación de Parados Mayores de 40 años se había lanzado en Sevilla a una iniciativa singular, que de inmediato me alcanzó el corazoncito sin dejarme razonar o no sobre su solvencia: alquilar a sus miembros como Reyes Magos para visitar las casas y llevar regalos. Lo maravilloso de los Reyes Magos, lo que puede constituir un argumento residual a favor de su existencia, es que carecen de rostros: poseen tantos que son todos, que es ninguno. No parece desalentar a los niños esta aparente incongruencia; durante años esas personas les resultan indudables, a salvo de toda suspicacia, porque están hartos de verlos, en cabalgatas y entradas de centros comerciales. Ahora también pueden hacerlo en casa. Sé que suena a ñoñería, pero quién no hubiera deseado tener una visita así en su salón a las tantas de la madrugada sin que el corazón se pusiera al borde del infarto. Felices Reyes.

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