Un refugio en la Colina
La noble y poderosa cabeza de Martín Güemes, libertador de Salta, uno de los padres de la independencia argentina, reposa sobre un discreto pedestal granítico en un ángulo no menos discreto de un discreto parterre suburbano delimitado por un austero seto, a dos pasos de la M-30, en el centro de un conjunto de bloques de mediana altura que surgieron, más que mediado el siglo que termina, como alojamiento de clases medias desplazadas del centro urbano para escapar de la masificación, el deterioro y los desproporcionados precios de las viviendas en el casco histórico de la urbe y sus aledaños.La urbanización, nacida en este terraplén que un día fue ribera del arroyo Abroñigal y más tarde margen de una autopista de circunvalación, fue bautizada por un anónimo talento inmobiliario con el artístico nombre de Parque de la Colina, denominación única que englobaba calles y plazas del entorno hasta que un día de mayo de 1985, sin previo aviso ni consulta al vecindario, el Ayuntamiento de Madrid que presidía don Enrique Tierno Galván decidió obsequiar al barrio con el busto del caudillo argentino, hijo de un hidalgo español, como recuerda el monolito, que se levantó en armas contra la bandera de sus ancestros y las tropelías del imperialismo y del colonialismo de la metrópoli opresora.
De un día para otro, la plaza, un simple ensanche ajardinado y emparedado entre los bloques, pasó a llamarse plaza de la Ciudad de Salta, iniciativa que, pese a los incontrovertibles merecimientos del libertador americano, no resultó del agrado de una buena parte del vecindario, que suscribió una airada carta de protesta al Ayuntamiento, carta que algunos residentes no firmaron, pues, aunque estaban de acuerdo con el fondo, discrepaban de la forma y del tono cuasi nacionalista del documento.
Encastillado sobre el estridente foso de la M-30, el Parque de la Colina no parece un emporio de vida social y asociativa con señas de identidad muy definidas. Su foro, su ágora más frecuentada, podría ubicarse tal vez en la piscina comunitaria, o, mejor dicho, en sus orillas compartidas por los inquilinos, mayormente inquilinas, de los edificios colindantes, que intercambian comentarios no siempre edificantes en sus corrillos veraniegos.
En el reducido reducto del parque no faltan, ni sobran, los pequeños comercios, la farmacia, el ultramarinos, la frutería y, por supuesto, el bar, dos, quizá tres, depende de dónde situemos las fronteras, bares multiúso, híbridos de taberna y cafetería.
En la mesa del rincón del establecimiento más veterano y céntrico del parque se juega una perpetua y sólida partida de dominó que imprime carácter de barrio, cualidad de bar de la esquina, de cualquier esquina de pueblo, villa o ciudad hispana, a este local de apariencia anodina que no necesita de ostentosos reclamos, sensacionales ofertas ni exóticas especialidades para convocar a su fiel parroquia.
Detrás del mostrador, el panel cuadriculado de la porra se rellena con los nombres o apodos de la fiel clientela que participa en la rifa. El azar en su versión más chillona y engañadora reside en la máquina tragaperras, que pone sordina con sus ritmos robóticos a la rotunda percusión de las fichas de dominó sobre la mesa.
Parterres sombríos y calles silenciosas y arboladas en las que no se ven paseantes, sólo transeúntes en el breve tránsito entre la boca de metro, la parada de autobús o la plaza de aparcamiento a su domicilio. Tal vez con una etapa en el bar o un desvío para efectuar una compra de última hora.
La estación del metro se llama Avenida de la Paz, un nombre adecuado para un barrio apacible si hacemos oídos sordos al inmisericorde bramido de la M-30. Quizá demasiado apacible, aunque no conviene fiarse de las apariencias. El cronista se confió demasiado y estuvo a punto de perecer al cruzar un paso de cebra, atropellado por un Mercedes impaciente conducido por un venerable anciano que vaya usted a saber adónde iría con tantas prisas. Tal vez a ingresarse en la casa de reposo que en las proximidades atienden los hermanos de San Juan de Dios.
El cronista cruzaba la peligrosa avenida para visitar la frutería Alonso y pegar la hebra con su patrón y único empleado, Damián, recomendado por una amiga mía y cliente suya, vecina de la zona, como guía casi nativo y conocedor de las pequeñas historias de este barrio cuya historia mínima se remonta a los años sesenta, cuando aún no rugía en todo su apogeo la autopista.
Valía la pena el riesgo. En un local de reducidas dimensiones y abundante surtido de frutas y hortalizas, tradicionales y tropicales, de temporada o de invernadero, Damián esboza la crónica cotidiana del barrio, cita la nómina de los comercios y de las empresas que allí se ubican, pasa revista a sus personajes más relevantes, revela con todo lujo de detalles el funcionamiento de su pequeña empresa, el origen y calidad de sus mercancías y los gustos y hábitos de su clientela.
Durante la charla, interrumpida por alguna transacción comercial, el locuaz frutero invita al forastero a probar una extemporánea y jugosa sandía y al despedirse le obsequia con un fruto exótico de reciente introducción en el mercado, un saroni que parece un híbrido de tomate y naranja, pero es dulce y jugoso.
No hay en la crónica de Damián hechos memorables dignos de alabanza como los que hicieron a Güemes el Libertador merecedor de busto y plaza en estas latitudes. Iniciativa, aclara Damián, posiblemente relacionada con una veterana colonia de argentinos que buscaron asilo político y cívico en esta colina cuando escaparon de la dictadura militar de caudillos que no tenían nada de liberales, ni mucho menos de libertadores.
La proximidad sonora de la autopista se destaca como el problema irresoluble de este barrio confortable y residencial asomado al impetuoso caudal que sigue el curso del Abroñigal, arroyo providencial que saciaba la sed de los madrileños con agua fresca del Guadarrama.
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