"El sida me dejó prácticamente sin amigos"
Pregunta. Últimamente tengo la impresión de pasarme la vida hablando con judíos argentinos de origen ruso. Sergio Makaroff, Lázaro Covadlo, ahora tú...Respuesta. Hay trabajos peores, ¿no?
P. Sin duda. Podrían obligarme a entrevistar al líder del Bloc d"Estudiants Independentistes.
R. Además, yo soy un judío proletario. Si quieres hablar con uno rico puedo darte el teléfono de Ariel Roth.
P. ¿Judío proletario? Esto en Nueva York sería una contradicción, ¿no crees?
R. No lo era en Argentina. Mis antepasados eran campesinos rusos emigrados. Mi padre fue el primero que tuvo un trabajo no especialmente rural.
P. ¿A qué se dedicaba?
R. Trabajaba para la compañía eléctrica del pueblo en que nací, Rivera, en la provincia de Buenos Aires pero a unos 600 kilómetros de la capital. Mi padre pasaba por las casas controlando los contadores, lo que le permitía ser el hombre mejor informado de la localidad, ya que todo el mundo le contaba cosas... Su sueño había sido recibirse de abogado, pero le echaron del colegio por pegar a un profesor que le había llamado judío de mierda o algo así, y eso le vetó la entrada en la Universidad. Pero no creas que el hombre se rindió. Se compró todos los libros necesarios y estudiando en casa se hizo abogado a sí mismo.
P. Pero no le dejaron ejercer.
R. Ejerció por su cuenta. En el pueblo les daba igual que no tuviera un título. Y como si querías un abogado de verdad tenías que ir a buscarlo a Buenos Aires o por lo menos a una población más grande, mi padre no tardó mucho en convertirse en alguien al que todo el mundo recurría para solventar pequeñas desavenencias... Le hubiese encantado que yo fuera abogado, pero ya ves...
P. No te ha ido tan mal.
R. Pero no se ha podido enterar. Murió muy joven, animando a su equipo de fútbol. Le dio un ataque al corazón celebrando un gol.
P. Qué muerte más tonta...
R. ¿Por qué? Murió feliz, celebrando un instante de alegría. Hay muertes mucho peores. El sida, por ejemplo, que me dejó prácticamente sin amigos. Es muy triste pararse a pensar en las ciudades en las que has sido feliz y darte cuenta de que la gente que contribuyó a esa felicidad ya no está. No me queda nadie en Nueva York, en Londres, en Berlín... A veces me pregunto cómo me libré yo.
P. Tal vez fuiste menos promiscuo.
R. ¡Ni hablar!
P. En cualquier caso, siempre me has parecido una persona muy tranquila y cabal, alguien muy consciente de la diferencia que hay entre su persona y su personaje.
R. ¿Tú crees? Yo más bien pienso que me he ido haciendo más prudente con el paso del tiempo. Ahora, por ejemplo, ya no me interno por los peores barrios de ciudades que no conozco, pero tuve periodos más salvajes... Nunca me gustó el alcohol, lo que es una suerte, pero sí probé algunas drogas... Ahora ya sólo fumo tabaco, pero hasta eso me voy a quitar de encima... Sí, supongo que ahora llevo una vida bastante tranquila.
P. Más que cuando dejaste Rivera, seguro.
R. Era muy joven. A los 18 años ya estaba en Buenos Aires, intentando hacer feliz a mi padre estudiando una carrera. Pero enseguida vi que aquello no era lo mío. Estudié un curso de medicina, dos de arquitectura... Pero me enganché al teatro en cuanto pude.
P. ¿Como transformista?
R. No, hombre, a la Pavlovski me la inventé en Barcelona. En Argentina, sólo por caminar de según qué manera te podían meter preso. Me dediqué al baile, y a hacer de figurante en las óperas del teatro Colón, y a interpretar algún papel secundario en obras de teatro. ¡Ah!, y en Buenos Aires también descubrí el sexo... No, deja que me ponga romántico. Descubrí el amor. El sexo ya lo había descubierto en mi pueblo.
P. O sea que el Pavlovski que conocemos es un invento barcelonés.
R. Totalmente. Yo llegué aquí en 1973, con mi extraña familia: mi hermana Alicia y su hija de tres años, a la que, en cierta medida, le he hecho de padre. Nos fuimos porque el peronismo tenía muy mala pinta. ¡Y llegamos a España justo el día en que voló por los aires Carrero Blanco! Llegamos en barco, que tiene como más glamour que el avión, y no nos dejaron salir por lo del atentado. No fue una manera muy brillante de iniciar el exilio, pero en fin...
P. Me admira esa capacidad de dejarlo todo y empezar en otro sitio. Tú ya tenías tus años ¿verdad?
R. Los mismos que ahora: 34. ¡Sólo le llevo cinco a mi sobrina!
P. Y te inventaste a la Pavlovski, cosa que se agradece en un país en el que las cumbres de la stand up comedy son gente como Arévalo y Manolo de Vega.
R. Bueno, mis espectáculos tampoco eran tan trascendentales.
P. Pero había inteligencia y sentido del humor. Y tenías una gran autoridad con el público. Recuerdo una vez, hace un montón de años, que se habían colado unos cazurros del modelo "vamos a reírnos de este maricón", y los cuadraste con cuatro sarcasmos.
R. Ahora la gente ya sabe lo que va a ver, pero a mediados de los setenta... Una vez oí a un tío preguntarse en voz muy alta, para molestar: "¿No hay suficientes maricones en España que los tenemos que importar de Argentina?...". Esas cosas duelen; pero, como se dice en estos casos, el espectáculo debe continuar.
P. Con el último llevas más de tres años.
R. Sí, es curioso. Orgullosamente humilde es mi montaje más sencillo. Lo fabriqué porque no encontraba en Barcelona un teatro libre para Rimmel y castigo, una especie de superproducción que había montado en Madrid. Tenía el Malic, que es pequeñísimo, y había que montar algo rápidamente. Una de esas cosas con un micro y una silla, prácticamente. Lo escribí en nueve días y me cayeron todos los premios.
P. ¿Qué sistema sigues para fabricar tu material?
R. El más caótico. Apunto cosas en papeles que voy clavando en un corcho. Cuando se acaba el corcho, superpongo papelitos, hasta que tengo unas ristras de chorizos que llegan al suelo. Ahora me he comprado un ordenador, pero aún no he reunido el valor para utilizarlo. Lo miro y pienso que me ayudará mucho si me decido a darle una oportunidad. Quizás se la dé este año que acaba de empezar.
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