Cambio de dígitos
Sí, en efecto, parece que por fin nos encontramos en el año 2000. Podemos tantearnos el torso, pasarnos una mano por la cara. Incrédulos, aturdidos, casi maravillados, comprobamos que seguimos siendo los mismos, que nos llamamos del mismo modo, que la biología no ha sustituido nuestro rostro habitual por un monstruoso semblante extraterrestre. En realidad el mundo no se ha conmocionado durante los últimos tres días. Es más, si descartamos los residuos que aún quedan de la gran juerga de Nochevieja, se puede afirmar, con absoluta certidumbre, que no ha cambiado absolutamente nada. Los que tenemos ya algunos años podemos echar la vista atrás y medir incluso las dimensiones del infundio: hace un par de décadas se nos habían prometido para hoy mismo coches voladores, chalets adosados en la Luna, trajes propios de Mr. Spock (acaso también unas orejas puntiagudas donde todavía mostramos redondeados pabellones auditivos). Quizás lo más deprimente era aquella conjetura de que comeríamos pastillas alimenticias, líquidos sintéticos, y que nos comunicaríamos gracias a unas generalizadas aptitudes telepáticas.Pues bien, nada de todo eso se ha hecho realidad. Tóquese bien, auscúltese, tómese el pulso, eche un vistazo a su calle o a su dormitorio, compruebe el contenido del armario ropero. Nada ha cambiado demasiado. Vagamente tradicionales, seguimos prefiriendo los muebles de madera a los módulos de plástico, y de vez en cuando la moda en el vestir nos obsequia con tendencias regresivas.
Las tribus que hunden su identidad en la noche de los tiempos (¿qué mejor ejemplo que la nuestra?) no han desaparecido en la trituradora de una galaxia global. El folclore se reaviva, siquiera sea a efectos turísticos. Las pastillas alimenticias siguen siendo un sueño (o acaso una pesadilla) en un mundo cada vez más dispuesto a salvaguardar los quesos con denominación de origen y a promocionar las variedades autóctonas de vino (¿será cierto que el txakoli mejora año tras año?). Incluso, más que de regresión, podría decirse que nos ejercitamos en una rebeldía estética contra la modernidad. Los relojes digitales, que hicieron furor en los años ochenta, han quedado relegados ante el retorno de las elegantes esferas con números romanos. Los coches más caros insisten en mantener un volante de madera. De aquella imprecisa promesa del futuro sólo hay una auténtica materialización en nuestra vida: sí, es esa pantallita con teclado, un ordenador que ha entrado en el ajuar doméstico con la misma autoridad de la lavadora, el televisor o el microondas.
En cierto modo podemos respirar con alivio. El mundo promisorio de la ciencia ficción está aún lejos de nosotros y los nuevos tiempos siempre son menos nuevos de lo que se nos prometía. Además, escapar del siglo XX por esa estrecha gatera del año 2000 es también una oportunidad para sacudirnos la vanidad en la que siempre habíamos vivido. El siglo XX ha jugado a ser la vanguardia de la historia. Difícil vanguardia la que inventó la guerra total, el Estado total, cualquier versión, en suma, de totalitarismo. Tras incontables experimentaciones políticas, seguimos viviendo, humildísimos, de conceptos forjados en el siglo XIX. La única aportación verdaderamente original del siglo XX al mundo de las ideas políticas ha sido el fascismo. No parece una razón para estar muy orgullosos.
Año 2000 y sobrellevamos todas las arrugas que el tiempo había ido esculpiendo en nuestro rostro a lo largo de las décadas pasadas. Siguen criando pollos los gorriones en los parques y la Navidad reincide en las cíclicas costumbres propias de una sociedad tradicional. Por fin estamos aquí y nada parece extraordinario. Habría que remitirse a la célebre sentencia del llorado Octavio Paz: "En el futuro nunca ha estado nadie". Ni siquiera en ese futuro, claramente erróneo, que auguraba un año 2000 intergaláctico, vertiginoso y pintoresco.
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