Socialista, a fuer de liberal
Ignoro las razones serias por las que el socialismo francés encuentra rentable caricaturizar y atacar a la tercera vía. Se me ocurren algunas, pero no son serias, como tampoco lo es su crítica realizada sobre una burda versión del original. Adelanto que tampoco encuentro en los postulados de la tercera vía nada sustancialmente novedoso para la política socialdemócrata europea, salvo una modernización del discurso de dos partidos que, como el británico y el alemán, han pasado una larga travesía en la oposición.El viernes 17 de diciembre publicaba EL PAÍS un artículo en el que Sami Naïr pretendía "iniciar un debate serio sobre la tercera vía". Para ello sintetizaba en cinco afirmaciones del Manifiesto Blair-Schröder la esencia de aquello que iba a criticar. Podríamos suponer, pues, que el reverso de dichas sentencias sería lo que defendía. Algo del siguiente tenor: "El Estado debe sustituir a las empresas privadas. Las empresas no deben tener margen de maniobra y deben verse asfixiadas por las regulaciones. Los mercados de trabajo y de bienes deben ser rígidos". "Un trabajo fijo para toda la vida es un objetivo posible y deseable". "El esfuerzo personal y el sentido de responsabilidad son valores negativos. La creatividad, la diversidad y la capacidad no son valores de la izquierda". "El sistema de protección social debe entorpecer la capacidad para encontrar empleo". "Para conseguir la igualdad, el Estado debe ser grande en burocracia e ineficaz". ¿Es esto lo que propone Naïr como objetivos políticos de la socialdemocracia? ¿Es esto lo que hacen los socialistas franceses desde el Gobierno? Entonces, ¿qué es?
En la feria de los eslóganes, los socialistas franceses han logrado colocar dos frases: "Sí a la economía de mercado, no a la sociedad de mercado" y "separar los derechos de las mercancías". ¿Resisten estas obviedades la misma prueba analítica que los lugares comunes de la tercera vía que con tanto ardor critican? Nadie negará que comer es un derecho básico que, sin embargo, para el 90% de nuestros ciudadanos se garantiza mediante mercancías que proporciona el mercado. Como nadie discutirá que no existe ninguna sociedad de mercado, si por tal entendemos aquella en la que rigen en exclusiva las relaciones sociales derivadas de las reglas de juego de un mercado sin Estado regulador. O que el derecho a la salud no está reñido con la pretensión de asegurarlo de manera eficiente. ¿Entonces a qué tanto énfasis en lo evidente, cuando ésa es la principal crítica a hacer a la tercera vía?
Creo que el problema está en otra parte. En concreto, en saber hasta qué punto un discurso socialdemócrata puede hoy seguir presentándose como anti-liberal o debe, más bien, ser posliberal, dentro de una concepción de la modernidad como proyecto inacabado del cual hemos explorado ya, a un coste elevadísimo, algunos caminos sin salida, como los de la versión comunista del marxismo.
El liberalismo del siglo XVIII introduce la concepción revolucionaria de que existen derechos políticos para todos los ciudadanos por igual, cualquiera que sea su renta o riqueza. A partir de ahí, los socialistas consideran que sólo el sufragio universal puede reflejar esa igualdad política, a la vez que piensan en extender el número de derechos a los que todos deben tener acceso equitativo, con independencia de su posición económica determinada por el mercado, para incluir educación, salud, pensiones o el desempleo, aunque ello signifique limitar el derecho a la propiedad privada mediante impuestos u otras restricciones.
Esos objetivos se han alcanzado en los países europeos a lo largo del tiempo utilizando medios distintos tanto en lo relativo a los mecanismos de intervención del Estado como a la forma de provisión de dichos servicios. Así, hemos pasado por las nacionalizaciones, la planificación indicativa, la producción pública, las privatizaciones, la preocupación por la calidad de los servicios públicos o el cansancio fiscal de las clases medias.
El actual debate en la socialdemocracia europea gira demasiado en torno a esos instrumentos, y su adaptación o reforma ante las nuevas realidades derivadas del proceso de globalización, la revolución tecnológica, la aparición de efectos negativos no previstos en el uso de instrumentos tradicionales y el cambio en las aspiraciones de los ciudadanos. Con esta discusión sobre los medios, con toques fundamentalistas, se corre el riesgo de perder de vista los objetivos.
En un contexto radicalmente nuevo y con la experiencia acumulada, el reto de la izquierda europea es garantizar que los viejos derechos sigan siendo iguales para todos e incorporar derechos nuevos, como la igualdad en el desarrollo pleno de las capacidades individuales y la libertad real de elección de los proyectos de vida. Un programa de ese tipo aprovecha las posibilidades abiertas por el liberalismo al separar derechos no de mercancías, sino de renta y riqueza personales. No limita la igualdad entre los hombres a los derechos políticos, sino que la amplía a un abanico mayor de derechos sociales. No condena la propiedad privada, aunque limita sus actuaciones mediante normas. No se queda en la libertad de elección entre mercancías proporcionada por el mercado, sino que busca la libertad más amplia de poder llevar adelante los proyectos individuales de vida. No es, en suma, antiliberal, sino posliberal, pues no niega la lógica de las libertades, sino que la extiende más allá, con todas sus consecuencias.
Cómo conseguir, de manera eficiente y efectiva, que cada uno aporte a la sociedad de acuerdo con sus capacidades personales y que cada uno reciba según unas necesidades básicas, socialmente determinadas, debería ser el eje de las preocupaciones de la izquierda actual. Los otros debates son más efectistas, pero menos importantes. Sobre todo cuando se plantean con trucos que los convierten en seudodebates.
Jordi Sevilla es economista.
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