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Tribuna
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Derechos humanos

Parece obligado ceder el paso al Año Viejo con relatos circunstanciales, como escribir a favor de la primavera, en caso de que le hiciera falta; en contra de las corridas de toros o de Pinochet, sobre Don Juan Tenorio o las presuntas excelencias de la democracia, y lo hermosa que es una dorada piel femenina acariciada al contrasol de agosto en una piscina municipal. Pero cualquiera se faja, a estas alturas, con las historias típicamente navideñas, sean meditaciones acerca del ocaso de las castañeras -para las que no estaría de más solicitar subvenciones en Bruselas- o aquellos lacrimógenos y espeluznantes relatos de antaño acerca del cruel casero que solía escoger la Nochebuena, el muy cabrón, para fulminar con el desahucio a la virtuosa viuda y su inseparable hijita, siempre afligida por la tuberculosis. De las estampas de antaño apenas podemos rescatar la del marido embrutecido por el alcohol, quien, cinturón en mano, azotaba a la esposa, que venía de fregar escaleras palatinas y no estaba para débitos conyugales a deshora. O el sucedáneo envilecido del apodado, estúpidamente, compañero sentimental, novio estólidamente celoso o simple yonqui de discoteca súbitamente encelado. Una persistente especie humana cuya extinción sería considerada con general agrado.Como no quedan aquellos mimbres para el cuento invernal, despidamos el mes, el año, el siglo y el milenio -todo por el mismo precio- echando un cuarto a los derechos humanos. No a los hartamente aludidos y vulnerados que contiene la famosa Declaración, sino en mérito a otros que podemos defender con nuestras propias fuerzas, voluntad y recursos, los que dependen de nosotros, muy a menudo abandonados y cedidos por desidia o flaqueza.

Demos de lado los conceptos grandilocuentes. Personalmente, me entra la risa floja cuando mencionan, por ejemplo, el derecho a la justicia, como si eso fuera posible, pero cada uno habla de la feria según le va. Me refiero a las opciones voluntarias, subordinadas al íntimo arbitrio; el derecho a exigir y escoger no lo mejor o lo más conveniente, sino lo que nos dé la real gana y entre en nuestra capacidad de decisión.

Dícese que han pasado las vacas gordas de los monopolios, especialmente en el sector de bienes y servicios no oficiales, aunque quizás estén transfigurándose para sucederse a ellos mismos, lo que es de temer. Se nos brindan otras alternativas al sometimiento de tomar lo ofrecido o quedarnos sin ello. Podemos elegir -si no estoy mal informado-, que es algo negado a nuestros antecesores desde el principio de los tiempos. Podemos, y esperemos que perdure, decidir por la tienda de ultramarinos, el estanco donde cambiar el bonobús -el tabaco, los fumadores que quedan-, el bar, la cafetería y el despacho de la Bono Loto -salvo domingos, festivos y puentes-, el banco o la caja que mangonea nuestros recursos; subir en el primer autobús que llegue o esperar al siguiente, aunque no venga explícito en la Constitución. Quizás haya quien lo ponga en duda, pero también podemos inclinarnos por una u otra compañía que suministra el teléfono, y es libérrima opción, incluso, no tener teléfono móvil, sin temor al qué dirán. Hay docenas, centenares de canales de televisión -algunos, gratuitos- y compete a nuestra sacrosanta libertad zarandear el mando a distancia o, con cierta dosis de entereza, apagar el aparato para leer un libro, un periódico o mirar las musarañas, privilegio hoy en desuso.

¡Hombre!, quedan la declaración de la renta, los inspectores tributarios y la renovación del carné de conducir, pero es inacabable la nómina de cosas que están en nuestras manos exclusivamente. También son inevitables algunas situaciones, que los antepasados llamaban fatum, destino, fatalidad, providencia, como encontrarnos atrapados en un atasco o interrumpida nuestra urgencia por una manifestación reivindicativa, pero son excepciones que suceden en Madrid sólo tres o cuatro veces por semana. Esto, también, se obvia circulando por otra parte o manteniendo la determinación de quedarse en casa.

No es un cuento de Navidad, sino el recurso a los reales derechos humanos, los que podríamos conquistar en el siglo XXI, si ponemos algo de nuestra parte. Mediten, si ello no les da dolor de cabeza.

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