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Crecer (o no) con James Bond RAMÓN DE ESPAÑA

Cada dos años, por estas mismas fechas, voy al cine a ver una película que ya me he tragado 10 o 15 veces. Se supone que la película en cuestión es muy reciente, y de hecho lo es, pero todo en ella remite a conceptos y emociones mil veces expresados en la pantalla. Sí, acertaron, les estoy hablando de las aventuras de James Bond, a las que un montón de adultos infantiloides como quien esto firma están enganchados sin remisión desde la más tierna infancia. Y aunque sabemos que ya no podemos esperar gran cosa de nuestro héroe, le seguimos siendo fieles. Salimos del cine echando chispas y sintiéndonos, una vez más, timados, pero da igual, ya hemos pagado nuestra entrada y contribuido al siguiente tocomocho. A mí no me la vuelven a dar con queso, nos decimos, pero sabemos que hablamos por hablar y que toda resistencia es inútil: dentro de dos años, por las mismas fechas, entraremos en el mismo cine y veremos la misma película otra vez.Otros años conseguía resistirme un poco más a la tentación, pero lo de esta vez ha sido moralmente catastrófico. Antes de ver El mundo nunca es suficiente, llevaba un par de semanas escuchando el disco The best of Bond (que incluye todas las canciones de la serie) y hojeando el libraco de Lee Pfeiffer y Dave Worrall The essential Bond (Boxtree, Londres, 1999, edición actualizada con información del último pestiño de la serie). No contento con eso, durante una reciente estancia en Londres, visité en la galería Serpentine la exposición Moonraker, Strangelove and other celluloid dreams: the visionary art of Ken Adam, consagrada al estupendo diseñador de producción de las películas de 007 protagonizadas por Sean Connery y Roger Moore. ¡Ya podía mi pobre novia arrastrarme al Barbican, a la Hayward o a la Tate en busca de auténtico arte, que yo prefería no superar mi fase anal y refocilarme con los formidables decorados de ¡Operación trueno!

Mientras caminaba por Oxford Street, desde todos los autobuses me miraba con displicencia la cara de besugo con esmoquin de Pierce Brosnan urgiéndome a meterme en el cine más cercano para ver El mundo nunca es suficiente unos días antes que el resto de mis conciudadanos. ¡Contrólate, Ramón!, me decía yo, ¡no insistas en darles la razón a esas feministas convencidas de que los hombres nos hacemos mayores pero no crecemos!

Pero no había nada que hacer. Me mantuve lejos de Bond en Londres, pero a la que volví a Barcelona me faltó tiempo para meterme en el Urgel y ver la última aventura de mi espía favorito. En un día de diario y a las cuatro de la tarde. Es decir, prácticamente de incógnito. Como los cuatro cuarentones patéticos con los que compartía el patio de butacas: mis amigos desconocidos, mis hermanos perdidos.

Como ellos, también yo me enganché a Bond a los siete u ocho años viendo en un cine de barrio al perverso doctor No. Como ellos, también he visto cada película de la serie 20 veces y soy incapaz de cambiar de canal cuando, en pleno zapeo, aparece 007 en la pantalla del televisor. Como ellos, sin duda, lamento ser un pusilánime incapaz de romper de una vez por todas con ese desecho del pasado, con esa momia de la guerra fría que hoy día no puede interesar a nadie en su sano juicio.

Es evidente, además, que los productores de la serie nos desprecian. Nos consideran tan idiotas que cada año nos cuentan la misma historia, y nosotros nos la tragamos. En ese sentido, El mundo nunca es suficiente resulta tan previsible como una canción de

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