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Tribuna
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Norte-norte contra sur-sur

La sensación está servida: Clemente, el emperador del norte, volverá al caserío de San Mamés con el uniforme virado a azul cobalto. Muchos de los viejos seguidores recordarán todavía los años en que, tieso como un dominguillo, se movía por las tramas del círculo central mientras daba instrucciones a Igartua, un escudero de zancada firme y disparo mortal que esperaba el balón con la paciencia de un correo y aceptaba sin el más mínimo recelo la primacía de su deslumbrante socio.Aquel Clemente de seda saltaría por los aires en una emboscada que le tendió cierto dinamitero del área llamado Marañón. Reapareció algunos años después, convertido en un áspero sargento pelirrojo que llevaba dos Ligas bajo el brazo y vestía de esparto de los pies a la cabeza. Los mismos que habían soñado con una versión reducida de Alfredo Di Stéfano le verían colgarse de un interminable cigarrillo, dirigir al Athletic sin abandonar su impenitente traza de perdonavidas, y aguantar con su sonrisa vizcaína el primer plano de las nuevas cámaras de televisión en color.

Quienes crecieron con el convencimiento de que el fútbol sólo puede ser un efecto rojo y nunca aceptaron de buen grado los colores fríos no asimilarán fácilmente su inesperada metamorfosis de león en crisálida. ¿No habíamos dicho que para evitar infiltraciones de sangre azul se había hecho tatuar su antigua camiseta? ¿Cómo se explica este violento ataque de cianosis? ¿Vendrá a dar guerra o llegará con el propósito secreto de encadenarse al banquillo local?

Nadie debe alarmarse. Hoy, la alta competición viste a sus figuras con los colores del mercado. Hemos de convenir sin recelo en que, sometidos a la ley de la oferta y la demanda, todos nuestros ídolos se mudan y todos destiñen bajo la luces de la cancha.

En el que fue su puente de mando le espera esta noche Luis Fernández, un chico de Tarifa cuyo probable destino de pescador se vio alterado en una temporada de vendimia. Era sin duda un inequívoco hijo del sur-sur, pero, sin tiempo para quemarse con el sol del Estrecho ni a doblarse bajo el viento de Levante, se fue a Francia cuando amenazaba con salirse por sus propias caderas. Allí, al contrario que Luis Ocaña, bien arropado por Amorós, Giresse, Tigana y otros emigrantes conversos, prefirió el fútbol al ciclismo. En el estadio consiguió una nueva identidad, una cuenta corriente y sobre todo una reputación de francés irreductible.

Un día, mientras representaba ese papel, consiguió patentar un regate que no estaba en el catálogo internacional de habilidades. Fue en un partido ante Bélgica, cuando ya se había acreditado como uno de los más fieles mercenarios de Michel Platini. Fiel a su estilo, primero se afanó en volar los tobillos a todos los flamencos y valones que se atrevieron a acercársele, luego recibió la pelota en el lado derecho, y un segundo más tarde, hueso por aquí, hueso por allá, estaba en plena carrera, escapándose por las costuras del uniforme como de costumbre.

En determinado momento, le salió al paso Gerets.

Desbocado como iba, Luis se dio un pase en profundidad, llegó hasta su contrincante y, cuando toda Francia esperaba un esforzado recorte de vendimiador, decidió revocar todos los principios de la estética y de la esgrima. El asunto fue que aquella criatura le vio venir bufando como un pablorromero y que sólo tuvo tiempo de encogerse un poco. Hizo mal, porque en vez de sortearle, Luis le apoyó las manos en los hombros, se lo saltó a pídola, y terminó marcando un revolucionario gol de cabeza.

No es por alarmarte, pero el belga de la parábola era bastante más alto que tú, Javier.

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