Sobreentendidos y malentendidos
Si alguna esperanza cabe de que ETA revise su decisión de poner fin a la tregua, ésta pasa sin duda por que el sector menos radical del Acuerdo de Lizarra -el PNV, EA y el sindicato ELA- haga saber a la organización terrorista, por los canales adecuados, que el primer atentado haría saltar por los aires las inestables construcciones levantadas desde entonces por las fuerzas nacionalistas. La posibilidad de una mediación enérgica por parte de HB es más que improbable, si bien hay que subrayar, por inédito, su anuncio de que va a secundar las concentraciones convocadas para mañana por el lehendakari Ibarretxe. Esa decisión indica al menos dos cosas: que la izquierda abertzale no es insensible a los efectos normalizadores que ha tenido la paz imperfecta propiciada por el absentismo de ETA, y que asume, aunque se resista a admitirlo en público, las consecuencias demoledoras que tendría el regreso de la violencia. En otras palabras: que no comparte el aberrante diagnóstico hecho ayer mismo por el portavoz de las Gestoras Pro-Amnistía, Juan María Olano, para quien "ETA no viene a a reventar el proceso político iniciado por nuestro pueblo, sino a apoyarlo y empujarlo".Aunque parece conveniente albergar una matizada confianza en que no llegue a hacerse realidad su amenaza, la nueva salida a escena de la organización ha puesto de relieve los vicios ocultos de la dinámica iniciada con Lizarra. De ahí que algunos de sus firmantes, ante la magnitud de la apuesta que hicieron en 1998, estén concentrando sus esfuerzos en intentar preservar ese proceso aun en el caso de que, fatalmente, se haga realidad el anuncio de ETA. Pero resulta del todo ilusorio intentar mantener la colaboración nacionalista con explosiones y muertos. Ésa es la única ambigüedad que no admite la confusa política vasca.
El alto el fuego de ETA fue la condición para el Acuerdo de Lizarra, por lo que la reanudación de los atentados traería su muerte, aunque no la resurrección del Pacto de Ajuria Enea. Pero la idea de que Lizarra es un activo político que podría o debería sobrevivir en medio de atentados no la albergan sólo HB y sus grupos satélites. Lo cual remite a los sobreentendidos que dieron origen a la tregua y que se han revelado al final como nefastos malentendidos.
No se puede obviar que la aproximación del PNV a HB durante 1998 fue acompañada por un importante salto en sus planteamientos tradicionales sobre el autogobierno. No obstante, el partido de Arzalluz, EA e IU presentaron el Acuerdo de Lizarra como el arranque de un proceso de paz, la coartada que precisaba ETA para justificar su adiós a las armas. Al margen de controversias sobre pactos secretos, los hechos posteriores han mostrado que la organización y sus albaceas políticos en ningún momento lo entendieron así, sino como el primer paso para la construcción nacional. Además, aquel compromiso, cuya imitación del modelo irlandés tenía mucho de arbitraria, arrancó con un importante vicio: el orillamiento deliberado del Gobierno español.
Contemplado desde su perspectiva, puede resultar comprensible la irritación que produce a los nacionalistas la aparente complacencia del ministro Mayor Oreja por el acierto en su pronóstico sobre la naturaleza de la tregua. Pero ha sido la irrupción de ETA en el proceso la que más crudamente ha puesto de manifiesto esas carencias originales. Demuestra que no entendió o no se le explicó bien que su retirada definitiva de la escena era el requisito para que las fuerzas nacionalistas democráticas iniciaran una comprometida travesía. Por eso, aun en el caso de que pueda evitarse que ETA vuelva a matar, se impondrá una revisión a fondo de los compromisos implícitos de Lizarra. Ni la sociedad vasca ni algunos de sus firmantes pueden soportar que la paz dependa de que una organización armada se sienta o no satisfecha con los pasos que dan en la dirección impuesta.
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