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Retaguardia

LUIS MANUEL RUIZ

Con el siglo y el milenio se va apagando también este año de efemérides que es el año Velázquez, y su clausura tiene algo de despedida desangelada de una boda mal celebrada donde no hemos sabido divertirnos; y no ciertamente porque no hubiéramos querido, o porque faltaran motivos. Pero tenemos la sensación los andaluces de que, si bien en otros aspectos también toca padecer lo propio, en lo que a cultura se refiere no dejamos de aportar material para tragarnos las sobras de la manufactura. Es fácil caer en simplismos de barra de bar, y en indignarse por los tópicos: decir que Andalucía es la preclara tierra de genios que envía a sus hijos a buscarse las alubias a Cataluña o Madrid para que luego se los expropien, aunque de una manera u otra los acontecimientos acaban dando la razón oscuramente, aun sin que lo queramos, a ese castizo veredicto.

No hablo sólo del reconocimiento de la deuda histórica y de ese número alarmante de millones que dice Chaves que estamos dejando de cobrar por la sordera alevosa del Gobierno. Hablo, en primer lugar, del año Velázquez, de la exposición Velázquez de la Cartuja de Sevilla. Y hablo también del futuro museo Picasso de Málaga, cuyo proyecto ha ido empequeñeciendo en los papeles hasta lograr una banalidad que no justifica las esperanzas y contentos que en él se habían invertido: una vez reconocido que el Picasso de Barcelona y por supuesto el de París le sacarán varios cuerpos de ventaja, es difícil entusiasmarse con el tercer puesto del pódium. En cultura los andaluces vivimos resignados a la caridad del premio de consolación. Con lo de Velázquez se produjo lo propio: a años vista, el aniversario prometía una espectacular retrospectiva, un recorrido nunca antes igualado por la vida y la obra del pintor en el marco de la ciudad que le vio nacer y que aportó sus primeros temas y maestros. La sórdida realidad es que la exposición ha sido un parche que bajo el denominador de Velázquez y Sevilla ha escatimado las verdaderas obras maestras del genio, esos buques insignia que el Prado sólo fleta para prestarlos a Boston o Viena, pero que no va a mandar aquí abajo para que un guarda de seguridad se descuide y cualquier visitante lo tumbe mientras observa un detalle del marco.

Tradicionalmente, este país ha tenido por luceros culturales a Madrid y Barcelona: residencias de museos, exposiciones y conciertos y fronteras últimas de las exhibiciones itinerantes de cualquier clase que pudieran atravesar los Pirineos. Recientemente, Bilbao se ha sumado a esa constelación y el Guggenheim es muestra de su resurrección. Despeñaperros abajo, no sabemos qué ocurre. Basta observar los puntos de gira de cualquier agrupación musical clásica o contemporánea, colectivo de teatro, exposición de cualquier laya. Tenemos jornadas Borges para aburrirnos, pero la exposición de la Fundación Borges no traspasa Madrid; el Cirque du Soleil salpica ciudades imprecisas del Norte y no se atreve por estos lares. A veces, por sorpresa y sin meditarlo, alguna estrella de plástico se deja fotografiar en Marbella. ¿Estamos perdiendo el tren? Es posible. Tan posible como que a veces quizá no deberíamos esperar la limosna del Gobierno y construir un Sur culturalmente competitivo, acorde con el número y las expectativas de sus habitantes. Y dejar por fin de repetir lo bueno que es el AVE y lo que corre, que ya lo sabemos.

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