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Trabajo para ricos, capital para pobres

PEDRO UGARTE

La intensa polvareda informativa que han levantado Telefónica, el zar Villalonga y los 45.000 millones de pesetas a repartir entre 100 ejecutivos de la compañía ya ha sido glosada por la oposición política, por los medios de comunicación y por los más severos debeladores de las costumbres ajenas. No es intención del que escribe aportar nada nuevo a la polémica, porque desde la moral está ya todo dicho y porque hacerlo desde cualquier otro punto de vista, sin suficientes conocimientos de técnica bursátil y apaños societarios, sería una imprudencia. Pero el ejemplo es bueno para traer a colación un fenómeno que tiene visos de afirmarse en el próximo siglo: el sorprendente cambio de papeles que han experimentado el trabajo y el capital.

El viejo Marx, responsable a distancia de algunos monstruos políticos de este siglo, era, sin embargo, un maestro del diagnóstico. A él debemos que por fin se explicitara en términos teóricos la importancia de la pasta en el devenir de los afanes humanos. Su interpretación de las relaciones económicas en el siglo XIX fue en gran parte acertada. Había dos equipos sobre el terreno de juego: trabajo y capital. El trabajo era abundante y barato. El capital, bien escaso, se limitaba a autoorganizarse para rentabilizar al máximo el esfuerzo del primero. Un dato culminaba este discurso: trabajo y capital eran compartimentos incomunicados e incomunicables. Los titulares del capital contemplaban impasibles el sudor de los demás, y para los titulares del trabajo el capital era algo distante y casi legendario.

Hoy la dialéctica social se sigue articulando sobre ambos conceptos, pero las cosas han cambiado hasta un punto inimaginable hace 150 años. El aumento del nivel de vida en Europa y la democratización política, pero también económica, han llevado a democratizar el capital. Cualquiera de las soberbias compañías que pululan a nuestro alrededor está sostenida, entre otras fuentes, por el esfuerzo inversor de miles y miles de ciudadanos que han convertido sus ahorrillos en acciones. De hecho, ser accionista de Telefónica, ser capitalista, vaya, casi está al alcance de cualquiera.

Lo que no resulta igual de fácil es ser alto cargo de Telefónica. De hecho, el trabajo está tan mal que no resulta fácil ser cargo (cualquier cargo: alto, bajo o subterráneo) de una empresa (cualquier empresa: grande, mediana o diminuta). Si el capital ha entrado en una fase profundamente democrática, el trabajo se ha transformado en privilegio de gente afortunada. Los ejecutivos son conscientes de ese cambio, que, por supuesto, no explicitan. El trabajo se está convirtiendo en un bien aristocrático, a base de multiplicar despidos, siempre, por supuesto, en los escalones más modestos de la pirámide laboral. Por otra parte, los derechos del pequeño accionariado son una fábula, como demuestran las extremas limitaciones con que ha podido acceder a la formidable operación especulativa de Terra, producida esta misma semana. En suma, los trabajadores son cada vez menos numerosos y más cualificados, y, por supuesto, ya no trabajan para el capital, sino para sí mismos. Lo cual resulta, desde luego, mucho más rentable en el plano personal.

El trabajo se ha transformado en unánime objeto de deseo. De hecho, poseer un buen empleo es mucho más valioso que poseer un mal paquete de acciones. Nadie se llama a engaño a este respecto. La reflexión adquiere connotaciones pugilísticas: ¿tenemos derecho a abofetear a Villalonga?, ¿podemos exigirle una reunión inmediata para explicar por qué su club de muchachos excelentes va a repartirse tanta pasta?, ¿qué fe tienen en la compañía cuando las acciones en que va a materializarse semejante aguinaldo eran, en un principio, inmediatamente convertibles en dinero?

¿Misterios de Telefónica? No, misterios del sistema. Imaginemos a miles de ancianitas, aherrojadas a su pensión, que además atesoran con fe y constancia el medio milloncito que su difunto marido les dejó en acciones de un banco, de una papelera o de una compañía eléctrica. Y temamos que los altos cargos que administran su dinero no se las imaginen, ni tengan tiempo para hacerlo.

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