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Navegando entre siglos

Hace ya diez años que Europa ha entrado en otro de esos prolongados periodos de conmoción que, desde el comienzo de la edad moderna, viene experimentando recurrentemente al cambiar de siglo. El primero se dio entre 1492 y 1521. En ese lapso de tiempo España realizó su unidad y descubrió América, la reforma protestante fue escindiendo Europa y los otomanos llegaron al valle del Danubio. Así tomó forma un siglo XVI marcado por el predominio del imperio español y del imperio otomano. Ese orden comenzó a verse cuestionado con la derrota de la Armada Invencible en 1588 y se rompió definitivamente con el inicio de la Guerra de los Treinta Años en 1618. En los 30 años que median entre estas dos fechas se fraguó la preponderancia francesa que caracterizaría el siglo XVII, hasta que en 1689 Inglaterra comenzó a crear problemas a Francia, originando una situación que sólo encontró acomodo al final de la Guerra de Sucesión de España en 1714. Algo semejante pasó entre Viena y Constantinopla. Todo lo cual dio paso a un siglo XVIII en el que Inglaterra y Francia compartieron con Austria el predominio de Europa.Pero en 1789, una vez más al acercarse el fin del siglo, la Revolución Francesa quebró el orden anterior y no se llegó a decantar otro nuevo hasta el Congreso de Viena en 1815. De allí surgió el orden del siglo XIX, que fue el de la Santa Alianza, es decir, el del dominio de Inglaterra y Alemania en Occidente y el de Austria y Rusia en la Europa oriental. En 1890 cayó Bismarck y se inició otro cambio de fin de siglo. Rusia, Francia e Inglaterra se fueron aproximando para terminar, en 1914, enfrentándose conjuntamente a Alemania. Hasta la Revolución de Octubre y el final de la Gran Guerra, no quedaron establecidas las líneas maestras del equilibrio europeo para el siglo XX; líneas confirmadas más tarde por el resultado de la Segunda Guerra Mundial, que ratificó el declive de Inglaterra, de Francia y de Alemania y dio paso a la hegemonía de Estados Unidos y de la Unión Soviética, dos potencias más-que-europeas que establecieron el orden mundial de la Guerra Fría.

Ese orden empezó a quebrarse en 1989 y el mundo ya lleva diez años contorneando esa especie de Cabo de las Tormentas que, se diría, separa los siglos. A Estados Unidos la navegación le va bien, se ha convertido en una potencia militar sin parangón y, tras una década de crecimiento económico ininterrumpido, parece creerse que éste no tendrá fin. Casi nadie le dice lo contrario. Ha tenido que ser el editor económico de The Economist (25-9-99) quien le recuerde que ese crecimiento se parece mucho a una burbuja y quien advierta a todos de lo peligroso que es confundir los deseos con la realidad. Pero ya se sabe, aunque tenga razón, nadie quiere oír a Casandra.

Entretanto, casi todos los países tratan de beneficiarse de la burbuja mientras se preguntan qué va a hacer Estados Unidos con su creciente poder. Kosovo dejó claro que los dirigentes europeos confían en que el gigante militar americano continúe sacándoles las castañas de los fuegos en su periferia. Compraron la teoría del hegemón benigno. Rusia y China, muy al contrario, se han convencido de que nada más maligno para ellas que la existencia de un hegemón mundial. Tras 15 años de confiar/especular con la ayuda y las inversiones de Occidente, se diría que han decidido asentar su futuro en sus propias fuerzas porque las cuentas les salen negativas.

Rusia teme que, si sigue como va, al cabo de la próxima década habrá perdido el trans-cáucaso, toda su influencia en Asia Central, tendrá a la OTAN en sus fronteras y los reformistas-occidentalizantes habrán vendido los recursos que todavía le quedan. Se diría que en Chechenia ha decidido poner pie en pared y empezar a empujar en otra dirección. En el próximo presupuesto ruso se recortan los pagos de la deuda exterior y se aumentan los gastos de defensa. En las próximas elecciones se verá. Los dirigentes chinos temen que la bonanza económica ha desaparecido del horizonte y para resistir lo que venga se han puesto a reforzar la cohesión política del país. Si las rentas no van a seguir subiendo, procurarán elevar el orgullo nacional. Ya han anunciado que la integridad de China es el tema y que, si es necesario, harán que toda la política del país y una parte de la mundial giren en torno a Taiwan. Claro que cabe preguntarse si rusos y chinos tendrán la fuerza necesaria para avanzar en esas direcciones. Difícil de saber, pero hay indicios de que, si por separado no las tienen, pueden unirlas para reforzarse mutuamente en poner límites a la superpotencia americana.

Japón lleva estos diez años de travesía oyendo sermones de Estados Unidos sobre cómo debe manejar su economía. Y haciendo oídos sordos. Cuando comenzó la crisis financiera de 1997, Japón hizo una propuesta para mitigar los daños en los países del sureste asiático y Washington respondió que era un disparate. Dos años después, el FMI ha reconocido tácitamente que metió la pata y explícitamente que las medidas heterodoxas de Malasia han dado resultados. Todo esto puede apuntar a que los países de Asia del este y del sureste se preparan para funcionar en el siglo XXI con criterios económicos propios y más coordinadamente.

¿Y qué va a hacer la superpotencia americana? Clinton habla délficamente. Acaba de decir que su política exterior se situa entre el "aliento a los derechos humanos" y la "consecución de la seguridad nacional". O sea, una política de valores que se detiene donde choca con una política de intereses. Pero ¿no es eso una política de intereses disfrazada de política de valores? De qué extrañarse. A fin de cuentas, un valor no es otra cosa que un interés superior. ¿Y quién define en Washington el interés superior? La respuesta es que nadie o muchos, lo que viene a ser lo mismo. El Pentágono tiene su política exterior que muchas veces, por ejemplo en Timor Oriental, no coincide con la del Departamento de Estado. Tampoco coinciden los ímpetus globalizadores de Wall Street con el ambiente proteccionista que campa por el resto del país. Antes, cuando pasaba eso, la oportuna presencia de un enemigo permitía unificar todo. Ya no. Ahora la Casa Blanca y el Senado opinan exactamente lo contrario sobre el Tratado de Prohibición Total de Pruebas Nucleares. Si en un tema como ése Estados Unidos no sabe cuál es su interés nacional, ¿en qué lo sabe?

Tampoco la Unión Europea anda sobrada de ideas claras. Se ha lanzado hacia el nuevo siglo con una moneda cuasi común y un plan de ampliación. Algo es, pero no basta. Como el euro es nuevo, el BCE sólo piensa en acreditarlo ante los mercados, pese a que el paro lo desacredita en la calle. En cuanto a ampliarse, no sabe ni cuánto, ni cuándo, ni si la ampliación va a reforzar la integración o lo contrario. Y, para ponerlo más difícil, se resiste a lo único que puede compaginar ambas cosas: flexibilizarse para que los países que lo deseen formen un núcleo duro y el resto se acomode con holgura en brazos más sueltos, como en una galaxia espiral.

En cuanto a política exterior, la duda existencial persiste: ser satélite de Estados Unidos, como reclama Tony Blair, o astro con luz propia, como algunos sueñan. Quizá termine siendo Estados Unidos quien corte el nudo pesciano. Globalización significa complejidad, y una ley de los sistemas complejos es que no pueden funcionar jerarquizadamente. En un sistema jerárquico, la complejidad del comportamiento del sistema debe ser menor que la complejidad de la entidad que lo controla. El mundo globalizado en que vivimos es (a su propia escala) mucho más complejo que Estados Unidos (a la suya). Por eso, aunque Estados Unidos sea un especimen único por su poder, no consigue dirigir el zoo internacional. Y, proclamas de liderazgo aparte, lo sabe, e igual saca las consecuencias.

Para ver el perfil del siglo que viene, al otro lado del Cabo de las Tormentas, hay que erguir la cabeza y, lamentablemente, la Unión Europea navega encorvada.

Carlos Alonso Zaldívar, es diplomático.

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