La democracia que viene
La verdad es que a estas alturas, cuando finaliza un siglo nada estable y se nos viene encima su sucesor, resulta tarea harto pretenciosa la de abordar detalladamente el futuro de la democracia. Hasta ahora, una afirmación parece incontestable. La democracia ha sido durante el siglo XX el único principio legitimador en política. Con cierto énfasis se ha llegado a afirmar que se trataba del nuevo sacramento en el que el sufragio sustituía antiguos sistemas de legitimación. Y esto ha sido algo tan generalmente válido, sobre todo tras el final de la IIGuerra Mundial, que incluso aquellos regímenes políticos que nada tenían de demócratas se han apresurado en los intentos de enmascarar sus vergüenzas autoritarias o totalitarias con apelaciones a "formas peculiares" de democracia (democracia orgánica, democracia corporativa, vía africana a la democracia, etcétera).Pero parece igualmente cierto que la ansiada democracia llega a fines de siglo aquejada de una serie de problemas, por un lado, y sin muchos pertrechos que digamos ante la invasión de los avances tecnológicos en los mundos de la informática o la cibernética. Son avances que han afectado ya a no pocos sectores de las modernas sociedades, se dice que postindustriales y sin hegemonía de ideologías. El sistema político no podrá ser una excepción. De aquí que, en forma sintética, nos atrevamos a apuntar algunos de los temas o problemas ante los que se ha de enfrentar la democracia que viene.
a)La misma lucha, en el terreno de la legitimación, del principio del sufragio democrático con el de la eficacia política. Siendo lo primero un supuesto valorativo que afecta a la fuente originaria del régimen, lo segundo apela a pautas de instrumentalización. Y el riesgo está en que la eficacia se convierta en sí misma en principio legitimador. Regímenes no legítimos en su origen se convierten en tales, ante la opinión ciudadana, precisamente por su eficacia en la resolución de los problemas. El Estado de obras, se llegó a decir de nuestro pasado autoritario. La conquista de ciertos niveles de renta per cápita se anunciaba como conquista de la eficacia del régimen.
Incluso, y esto está en la gran cantidad de estudios sobre la modernización, se iba más lejos: la democracia únicamente se estabiliza cuando la economía ha mostrado su solidez. Ello nos lleva, mirando al futuro, a hablar y defender la unión de ambos conceptos. Lo que ha de venir tiene que ser, necesariamente, la democracia eficaz. La que conjugue legitimidad de origen con adecuada y rápida solución a los problemas de cada día.
b)La necesaria clarificación de los supuestos de la representación. Como es sabido, la democracia ha transitado a lo largo de nuestro siglo basada en una construcción ideológica determinada y parteada en los autores y acontecimientos de fines del siglo XVIII. De acuerdo con ella, el sujeto de la soberanía es la nación como un todo, el diputado también representa al conjunto indivisible de ese todo, no está sujeto a mandato, etcétera. Obviamente, con la entrada en juego de los partidos se ha llegado a acuñar la denominación de Estados de Partidos que, hay que reconocerlo, ha puesto en solfa toda la construcción anterior.
Esta presencia de partidos, reconocidos constitucionalmente con no poco retraso, está haciendo rechinar las concepciones hasta entonces plenamente admitidas. Así, como meros ejemplos, surgen los problemas de la disciplina de voto, la naturaleza y alcance de los grupos parlamentarios, la no respuesta desde las constituciones vigentes a los casos de transfuguismo (el diputado representa no al partido, sino a la nación), el problema del bloque: de las listas electorales, el sistema llamado de cuotas para la elección parlamentaria de ciertos cargos, etcétera.
En suma, clarificar, decimos, a: a quién se representa, cómo, con qué límites, de qué forma se relaciona la idea de un Parlamento soberano con el pluripartidismo de forma que no se quede en mera cámara de resonancia de acuerdos previos, etcétera. El tema se complica si pensamos en la existencia en la diaria práctica política de los grupos de presión o de intereses. Su labor es evidente, pese a la ignoracia que sobre su existencia muestran los ordenamientos constitucionales. La excepción está en la Ley federal de Estados Unidos que, disntinguiendo entre el old lobby y el new lobby, ha reconocido y regulado la actuación de estos grupos en las Cámaras de dicho país. En los contextos europeos, subsiste la resistencia a su reconocimiento (como antaño la había con los partidos) por poseer una concepción de la decisión política como "algo por encima de grupos".
Durante nuestro último proceso constituyente algún grupo político propuso su constitucionalización, pretensión que encontró el rechazo general por la concepción aludida y por la hegemonía que nuestra democracia ha querido dar a los partidos. Pero están ahí, naturalmente, como siempre han estado. Me temo que seguir ignorándolos confirme sus notas de poder invisible y, sobre todo, de poder irresponsable. Y esto no es bueno para la democracia. Mucho menos en el mundo de las multinacionales y del neocapitalismo a ultranza que parece acompañarnos a fines de siglo sin más ideología (que lo es, se diga o no) del consumismo feroz.
Si esta clarificación no se lleva a cabo, mucho nos tememos que la democracia eficaz de la que antes hablábamos sea algo muy difícil de conseguir. La rapidez de los hechos chocará, como ya está chocando, con la subsistencia de los principios. Y gobernar puede convertirse en dar respuestas que se impodrán por su eficacia, como anteriormente hemos puesto de manifiesto.
c)Por último, nos topamos con el tema de la participación en democracia, en cualquiera de sus clases y en cualquiera de sus niveles. Y aquí sí que la imaginación puede caminar todo lo que quiera ante el futuro inmediato, a tenor de lo que ya estamos viviendo. Si en los parlamentos se vota ya apretando un botón, ¿quién puede negar que algo similar no se llegue a dar fuera de los parlamentos? ¿No se enseña ya a distancia? ¿No permiten los ordenadores una comunicación o manifestación de voluntad distinta a la carta, el telegrama o el mismo teléfono? ¿Hasta dónde puede llegar todo esto en el momento en que el ciudadano sea llamado a manifestar su decisión?
De hecho, y siguiendo a Sartori, la comunicación a través de mítines parece ser mucho menor que mediante los debates televisivos. El homo videns se crece. La televisión se impone: es más directa y más viva. Como en las antiguas novenas, a los mítines es posible que únicamente acudan los previamente convencidos, militantes y simpatizantes, y poco consigan en la conformación del voto.
Pero, sin lanzar muy lejos la imaginación, es que ya estamos viviendo en una etapa distinta. Schneider ha definido el tránsito: hemos pasado de la democracia de la opinión a la democracia de la codecisión. Hay, en efecto, lo que este autor denomina decisiones de largo alcance, que superan incluso el paso de generaciones, que requieren necesariamente un consenso basado en la consulta de los interesados. La política exterior, el sistema educativo, la política energética y la tendente a proteger el medio ambiente, no pueden ser temas dejados al albur de las decisiones de un gobierno transitorio. Requieren de un compromiso nacional y, por ende, más duradero. Otro tipo de decidir en política muy distinto al viejo decimonónico.
Y aquí, a nuestro entender, tienen que estar, por lógica, los incrementos de las participaciones directas o semidirectas. Aquellas en las que los interesados son oídos directamente, sin la mediación de los clichés impuestos por los partidos. Conste que los partidos seguirán siendo piezas clave, aunque cada vez más descafeinados ideológicamente y cada vez más cercanos a su papel de máquinas electorales. Hay contextos en que ya son así, como EEUU. Pero su hegemonía en el juego político de este nuevo estilo de democracia va tendiendo a desparecer. Ellos mismos lo saben y por eso han pasado a ser ya, en general, partidos de electores, partidos "cógelo todo". Se vota en función de la defensa de intereses mucho más que en la defensa de ideologías. Esto puede no gustar a algunos sectores, pero es una realidad que se está ya produciendo y que quizá sea la imperante en la futura democracia. A la vieja idea o imagen del ciudadano está sustituyendo (si es que no ha sido así hace mucho tiempo) el trabajador, el empresario, el pensionista o el agricultor. A ellos parece que deberá tender sus miradas una democracia eficaz como la que parece barruntar el nuevo siglo de escasa espera. Salvo, naturalmente, grandes cambios que ahora no se vislumbran en los estudios sobre la política y la sociedad.
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