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Decidir, madurar JOAN B. CULLA I CLARÀ

Contra lo que confesaron preferir algunos de sus dirigentes en la noche del pasado 17 de octubre, Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) ha resultado ser decisiva en el nuevo escenario político catalán de la sexta legislatura. Decisiva no en el sentido de poder arbitrar, entre Jordi Pujol y Pasqual Maragall, cuál de los dos preside la Generalitat, pero sí en cuanto a hacer viable una mayoría parlamentaria nacionalista CiU-ERC o, al contrario, forzar por omisión una mayoría de centro derecha CiU-PP.Puesto en esta tesitura, es lógico que el partido republicano escuche los requiebros de Convergència i Unió (CiU)con toda clase de escepticismos y desconfianzas. Lo es porque desde hace dos décadas la actitud de la coalición pujolista hacia ERC ha sido más bien condescendiente, paternalista y satelizadora, adquiriendo a veces los rasgos de una OPA amistosa o de un abrazo del oso. Basta recordar el precio irrisorio que Esquerra cobró por su apoyo a la primera y fundamental investidura de Pujol, en 1980, o la falta de contenido político de la coalición de gobierno CiU-ERC entre 1984 y 1987. Eso, por no dar pábulo a los amantes de las teorías complotistas, según los cuales todas las crisis y rupturas que los republicanos han sufrido en estos últimos lustros tenían detrás la mano artera del inquilino de la plaza de Sant Jaume número 4. Así las cosas, lo primero que los negociadores convergentes deberían hacer en estos días es generar confianza. ¿Cómo? Mostrándose conscientes del cambio de etapa, deponiendo cualquier prepotencia, dejando de tratar a ERC como a un hermano menor, o un hijo pródigo, o un acólito patrióticamente obligado a arrimar el hombro.

En mi modesto criterio, lo que aconseja a Esquerra tener una predisposición favorable a los acuerdos con CiU no es ningún solemne imperativo patriótico, sino la estricta y prosaica conveniencia de partido. Aritmética parlamentaria en mano, ERC puede optar por una legislatura de rigurosa oposición, consagrada a criticar cada día a un Pujol cautivo del PP; debe saber, no obstante, que esa labor se vería muy eclipsada por el brillo de Maragall, por el peso del Partit dels Socialistes (PSC) y por la influencia de los medios de comunicación afines a ambos. Además, ¿es la integración del partido del triángulo en un bloque opositor forzosamente hegemonizado por otros la mejor manera de atraer a los actuales electores convergentes, entre los que se halla su bolsa natural de crecimiento?

Porque, veamos: de acuerdo con los datos acumulados, puede decirse que hay en Cataluña 1,5 millones de votantes a partidos nacionalistas, de los que ahora la coalición entre Convergència y Unió convoca el 80% y ERC al 20% restante. Pues bien, ignoramos cómo, pero parece seguro que en los próximos cuatro años este territorio electoral se va a redistribuir, que conocerá nuevos administradores, nuevas lindes internas, quizá un mayor número de parcelas, que la retirada de quien lo ha señoreado durante tanto tiempo desanudará en muchos votantes un vínculo de fidelidad que lo es más con la persona que con las siglas... Ante este horizonte movedizo, ¿qué conviene más a los republicanos, atrincherarse agresivamente en su 20% o moverse por todo ese espacio como miembros genuinos de una mayoría nacionalista y participantes legítimos en su ulterior redistribución?

Por otra parte, y como Josep Lluís Carod Rovira gusta de recordar, Esquerra Republicana es, ciertamente, la única izquierda que ha gobernado Cataluña a lo largo de este siglo. Pero hace de ello más de 60 años, y el recuerdo de los presidentes Macià y Companys es hoy, más que un aval de la capacidad gestora de su partido, un patrimonio moral y sentimental que sienten como suyo casi todos los catalanes. La Esquerra del posfranquismo ha sido mayormente una referencia crítica y testimonial, desde el papel de Heribert Barrera en el debate de la Constitución de 1978 hasta el voto negativo a la última ley de política lingüística. Eso le ha valido el aprecio de quienes buscan radicalidad e intransigencia, aunque la ha mantenido alejada de las mayorías electorales. Y, por más que en los últimos años el partido ejerza con éxito significativas parcelas de poder municipal, su reválida definitiva como opción de gobierno pasa por una presencia no decorativa en el Consell Executiu de la Generalitat.

Sin embargo, la mera hipótesis del pacto ha provocado, en el seno de ERC, la aparición del síndrome de la pureza. Forjados en una cultura de oposición, por no decir antisistema, en el "no és això, companys, no és això", es natural que ciertos cuadros o militantes republicanos sientan vértigo ante la posibilidad de verse compartiendo tálamo con el "poder convergente". A ellos habría que recordarles que, en los mitificados años treinta, Esquerra ganaba y gobernaba porque era capaz de asumir sin complejos las contradicciones y las servidumbres, los virajes tácticos y los compañeros de cama que imponía la política mayoritaria de aquel tiempo.

En cualquier caso, tampoco es preciso ir en dos días desde la primera y reticente cita hasta el altar. Se puede establecer un periodo de noviazgo formal y discreto, una fase de tanteo de las intenciones recíprocas hasta que, cuando hayan florecido los naranjos y hayan pasado las elecciones generales, se pueda saber si la pareja tiene futuro o si es mejor romper y tomar civilizadamente caminos opuestos.

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