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Tribuna
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El innovador despótico

Santiago Segurola

En muchas ocasiones se tiene como visionarios a hombres que sólo tienen hambre de poder y olfato para el dinero. Primo Nebiolo pertenecía a esta especie. Un pragmático para los negocios y un ególatra en las cuestiones del poder, detentado con puño de hierro durante 18 años.Nebiolo ha sido en este periodo el tercer vértice de lo que ha venido a conocerse como dictadura latina. El gran triángulo del deporte mundial estaba dirigido por un español, Juan Antonio Samaranch (COI), un brasileño, Joao Havelange (FIFA), y este italiano de Turín con maneras de la Italia profunda. En algún momento se destestaron y pretendieron destruirse, pero finalmente se aceptaron como aliados para controlar uno de los grandes negocios del fin de siglo: el deporte. Profesional, por supuesto.

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Samaranch y Nebiolo son los dos campeones del profesionalismo. Olfatearon con precisión el cambio en el signo de los tiempos. Uno convirtió la ruina de los Juegos Olímpicos en el imperio de la abundancia, atacado ahora mismo por las lacras de la corrupción. Nebiolo acabó con el viejo régimen del atletismo, régimen esclerótico que apenas necesitó de un empujoncito para desplomarse. De un plumazo, Nebiolo acabó con el hipócrita y castrante mundo del amateurismo. A cambio diseñó un modelo basado en las mismas premisas que el fútbol profesional o los Juegos Olímpicos: universalidad, gigantismo, publicidad, dinero. Mucho dinero.

Negociante implacable, Nebiolo ascendió en la escala de poder del deporte a través del éxito de su obra. Con anterioridad a su consagración como jerarca del atletismo, la Federación Internacional era un organismo que obtenía unos beneficios anuales de apenas 40 millones de pesetas. Las ganancias se acercan en estos días a los 10.000 millones. Los Campeonatos del Mundo, cuya primera edición se disputó en 1983, han sido su gran obra, y el trampolín hacia el absolutismo que tanto ansiaba.

En el ejercicio del gobierno, Nebiolo eliminó a cualquier competidor, según un criterio populista y despótico, con evidentes abusos -el caso Evangelisti es la expresión de su estilo- y con escaso control por parte de la gente que le rodeaba. Se le temía, y con razón. Aceptó todos los privilegios de su cargo, pero nunca aceptó a un sucesor. Como todos los ególatras se creía invulnerable y descreía de todo el mundo. No pensó en un delfín, como no fuera para descabezarlo. Después de su muerte, ese interés extremo por preservarse en el poder obrará contra el atletismo, privado de dirigentes capaces de sucederle. Llega un periodo turbulento, sin figuras con cara y ojos para controlar el destino de la Federación Internacional.

El tiempo hablará en favor del hombre astuto que estuvo atento al perfume del dinero. El atletismo, al menos en lo que respecta a los Mundiales y al circuito del Grand Prix, figura por derecho por propio en la baraja del gran deporte. En buena medida se lo debe a Nebiolo. Pero el tiempo será menos clemente con el modo de gobierno de un hombre poco escrupuloso cuando se trataba de conquistar poder y dinero.

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