Ciudadanos apestosos
PEDRO UGARTE
Con la posible excepción de ese prodigioso instrumento filosófico que es la pipa, no hay que dudar de que el tabaco, para los no fumadores, es un producto que apesta. El tabaco apesta, pero habría que hacer lo imposible para que ello no convirtiera a los fumadores en unos ciudadanos apestosos. La conjura en contra del tabaco está llegando a extremos calvinistas y provoca esos gestos de cobardía que, al final, son la mejor señal de la llegada de un régimen social totalitario.
Así, por ejemplo, los fumadores ya no tenemos derecho a reconocernos públicamente como tales. Uno traba relación con alguien, y si se decide a encender un cigarrillo en su presencia ni se le pasa por la cabeza mostrarle el paquete para que se sirva por sí mismo (Es algo de tan mal gusto como una invitación al suicidio), de modo que si nuestro interlocutor es fumador y también le apetece, o alarga una mano tímida e indecisa en petición de un cigarrillo o bien se ve en la obligación de recurrir a sus propias existencias.
Incluso gente de moral tan blanda y tan arteras intenciones como somos los fumadores tenemos, en el fondo, nuestra pequeña dignidad, y en ocasiones como la descrita nos vemos en la obligación de entonar un coro de rectificaciones: perdona que no te haya ofrecido, es que hoy en día, ya se sabe, mucha gente se molesta y, bueno, me encantaría que cogieras un cigarrillo, de mi propio paquete, claro, me encantaría dártelos todos, en tu cumpleaños voy a regalarte un cartón.
A uno siempre le queda la duda de haber sido bien interpretado: sólo había querido ser amable y no ofender a un ciudadano de pulmones inmaculados con su estuche de deplorables elementos cancerígenos, pero acaso el fumador escondido que había en el otro no piensa lo mismo, acaso sólo piensa que eres un avaro y que realmente no tienes costumbre de ofrecer tabaco a nadie, ni de adelantarte en los bares a pagar las rondas de café, ni de soltar la pasta, en definitiva, cada vez que lo recomiendan las normas de una buena relación en sociedad.
El fumador se está transformando en un individuo arisco que teme fumar en presencia de los otros y que incluso teme ofrecerles su tabaco. Ese gesto de diminuta solidaridad que supone compartir los cigarrillos de un paquete lleva visos de desaparecer. Sí, es cierto que pueden compartirse sensaciones de camaradería con sustancias menos nocivas, por ejemplo, con el agua mineral. Dos personas se han citado, y van a un bar, y piden agua mineral, y entonces uno valerosamente se adelanta e invita. Bueno, es posible, pero no es lo mismo. Nunca será lo mismo. Los drogotas que fumamos o bebemos (o tomamos café; atentos a la tercera gran persecución: la del próximo siglo será la cafeína) compartimos algo más que los negocios, la relación social o el tiempo libre. Compartimos la terrible cuesta abajo de la vida, la certidumbre de nuestro carácter contingente, la solidaridad (y la felicidad) de envejecer en compañía, como un matrimonio bien avenido.
Recuerdo constantemente a una persona a la que quise mucho, una persona que con amabilidad me reprochaba siempre mi costumbre de fumar. Hablaba de que eso me estaba haciendo daño, de que era un hábito terrible, de que así no podía ir a ninguna parte. Yo ni siquiera discutía, pero ahora soy consciente de aquellos tiernos reproches.
Tenía toda la razón. Todavía más, tenía todos los derechos. Todos los derechos que la vida no quiso reconocerle cuando le mató a los 28 años. Esta sociedad aséptica y cruel le engañó haciéndole estudiar, portarse bien, aceptar un par de contratos basura. No tuvo tiempo para mucho más, sobre todo en este tiempo en que el aprovechamiento de la vida corre paralelo con la pasta. La sociedad explotó absurdamente su existencia, sin recibir en legítima contraprestación un modesto proyecto de vida. Al menos queda el consuelo de que con él los médicos se comportaron, durante una dramática semana, como auténticos seguidores del juramento hipocrático. Conmigo, de momento, se limitan a jugar a estadísticos.
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