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Tribuna
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El reciclaje de la basura intelectual

Una de las secuelas del fin de la bipolaridad en el mundo es la complacencia de Occidente con su propio sistema. En el fondo la idea de fin de la historia, de consumación de los tiempos bajo un sistema político y económico global y definitivo, está muy asumida. Las acciones armadas morales de los últimos años -Kuwait, Kosovo, Timor- son la expresión de esa fe, tan firme que puede imponerse a bombazo limpio (nunca mejor dicho: no mancha al que las tira). La única tarea pendiente es la expansión del modelo, en plenitud, a todo el orbe: la economía ecuménica (una reduplicación, pues la etimología es la misma). Casa única y caja única.El modelo admite varios formatos, cada uno a remolque de unas historias, mitos y valores. Básicamente son el norteamericano (libertad, individuo, lucha por la vida), el europeo (sociedad, estado, compasión) y el japonés (tradición, corporación, trabajo). Es un esquema típico y tópico, pero los tópicos son lugares por los que pasa todo el mundo, y por algo será. En Europa desde luego tiene unos perfiles muy netos y cerrados, tanto que apenas hay espacio para moverse de sitio dentro de él.

Por eso hoy, dentro de la izquierda institucional, la dialéctica ya no es entre partidarios de la reforma del sistema y los que aspiran a superarlo, sino entre los que quieren conservarlo tal cual hoy está, en aspectos como la presión fiscal, la provisión de servicios públicos y el intervencionismo de las administraciones, y los más inclinados a correcciones de signo liberalizador (las llamadas terceras vías). Por su parte la derecha también está presa del modelo. Hace merodeos, busca una salida, pero al final se rinde a la evidencia: para hacer cualquier pequeña liquidación del Estado hay que tener el poder, y para tener el poder, y conservarlo, es preciso el apoyo de los colectivos beneficiarios; en otro caso son ellos los que liquidan al gobierno. Echando mano a jerga antigua podríamos llamar a ese sistema cerrado y bloqueado reinante en Europa modo de producción socialdemócrata.

Desde luego el modelo europeo tiene bondades evidentes: un biotopo social donde no hay guerras interiores, reina cierta justicia social, hay libertades públicas, la discriminación está proscrita, la desigualdad muy descrestada, se produce mucho y lo producido se reparte de forma razonable. Ahora bien, ésa es una forma de verlo desde los propios valores del modo de producción socialdemócrata. Pero si nos salimos un poco de madre, esto es, de la placenta moral que forma parte del aparato reproductor del sistema, la visión puede cambiar. El modo de producción socialdemócrata tiene en su núcleo dos prácticas terribles, heredadas del viejo capitalismo, que aún constituye su corazón.

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Una de ellas es el superproductivismo, el aumento incesante del producto, y de la productividad de sus agentes, como ley primaria. El gran capataz global impone un esfuerzo creciente a sus efectivos humanos. Cualquier reducción del tiempo de trabajo ha de ser compensado por una mayor intensidad, para que la máquina siga embalando, y si los efectivos metropolitanos son indóciles se recurre a otros (verbigracia: trabajo semiesclavo en países sin Estado del bienestar).

La otra práctica nefanda consustancial al sistema es la sobreexplotación de los recursos naturales, sean biológicos, geológicos, atmosféricos, hídricos, energéticos y en seguida cósmicos. Como también en esto se han generado anticuerpos en la metrópoli, los mayores atentados se producen en zonas alejadas, o bien la sobreexplotación se inviste de tecnología (verbigracia: alimentos transgénicos).

El modelo resulta por tanto altamente consuntivo en ambos aspectos, que al final son el mismo (el hombre y el entorno humano). Consume enormes energías a los individuos que trabajan y explota la naturaleza hasta agotarla, por encima de sus posibilidades de renovación. La potencia depredadora del sistema económico sobre el ecológico es manifiesta.

Ahora bien, cabría también poner este esfuerzo agotador en relación con sus resultados. De ese enorme digestor, cada día más voraz, de energías humanas y de naturaleza, ¿qué bienes salen, como producto, y cuál en su entidad, para hacer así un balance?

Es un argumento tan tópico como veraz que el modelo crea sus propias necesidades. Es más, la creación de necesidades es uno de los sectores productivos claves del modelo. Por eso desde dentro del constructo cultural del sistema los bienes producidos son eso mismo, bienes. Derecha e izquierda coinciden en que todo el que genera actividad económica está creando riqueza. He ahí una moral bien simple, como suele ser siempre la moral. Sólo la limitan algunas normas de salud, que hacen que, por ejemplo, el sector de la droga ilegal, o la pornografía clandestina, no computen directamente en el PIB. Esto, desde luego, es sólo aparente: si tocando un botón elimináramos la economía narco, incluyendo la acumulada, el sistema se vendría abajo.

Sin embargo, a pesar de la autocomplacencia en el sistema que tienen sus moradores, en niveles subyacentes al discurso se extiende la idea de que ese enorme y variado repertorio de bienes, fruto de la "creación de riqueza" (casas, aparatos, coches, ropas, imágenes, información masiva, viajes gregarios, comunicación, salud), no proporciona tanta satisfacción, y, sobre todo, de que no hay correlación entre el esfuerzo aplicado para dotarse de él y la felicidad que produce. Se trata de algo que podríamos llamar una endorfina crítica del sistema. Lo que sucede es que una vez que se entra en el modelo superproductivista resulta muy difícil escapar. La gente se siente metida en una máquina infernal, y, ya que no sabe cómo salir, aplica su frustración (una importante fuente de energía) en hacerla funcionar más deprisa todavía, depredando y depredándose cada vez más y mejor.

Toda esa gente que trabaja desmedidamente para tener cosas de las que no disfruta, y acumula así un rencor que retroalimenta su fuerza destructora, hace esto porque no sabe hacer otra cosa. A veces lo dice con claridad: yo no sé hacer otra cosa que trabajar. El tono de alarde y a la vez de fracaso expresa dos conciencias: la superficial, acuñada por el sistema productivista, y la íntima, fruto de las endorfinas críticas.

El sistema, aparte de bienes virtuales (pues no son reales), produce basuras. Las hay por todas partes, del espacio exterior a la cadena trófica, pasando por el Everest, los vertederos piratas o legales, el mar y las piscinas de residuos radioactivos. En gran medida son bienes desechados, bienes-que-han-dejado-de-serlo, de acuerdo con la misma programación de la moral de consumo. Pero el mayor volumen de basura y desechos producidos es hoy el de los conocimientos. La memoria de los individuos (su PC biológico) está atiborrada de saberes inútiles, que ocupan un gran espacio, y de los que no es posible deshacerse.

¿Por qué la mayor parte de la gente no sabe hacer otra cosa que trabajar, en lugar de aplicarse, aunque sea en tiempo de ocio, a disfrutar de la naturaleza, gozar con la música y la lectura, escandir versos, descifrar las estrellas, indagar en el origen de las palabras, gozar de los sentidos (no sólo del sexo), descubrir todos los gestos que el cuerpo permite, sentir entusiasmo por los misterios, cosas que al menos una parte de los hombres sabía hacer en otro tiempo?, ¿por qué se han masificado mucho más los bienes de apropiación que los bienes de creación, usando la distinción de Russell?

La razón es que no saben porque nadie les ha enseñado, pues otro rasgo del sistema superproductivista depredador, cuyo formato más acabado es el modo de producción socialdemócrata (tan diestro, además, en suministrar coartadas morales) es que la producción de saberes responde al mismo modelo superproductivista. En este caso no se trata de cosas inútiles, sino de conocimientos inútiles. De todo el caudal de saberes que se almacenan en cualquier egresado de enseñanzas medias, y nada digamos de superiores y postgrados, sólo una pequeña parte, por ejemplo, un 10 %, serán aplicados a una tarea efectiva (aunque sea de productos inútiles). Es el caso, desde luego, de millones de titulados que no tendrán a lo largo de su vida una sola oportunidad de aplicar sus conocimientos a un trabajo. Pero incluso los individuos, no tantos, que logren trabajar en algo relacionado con lo que saben, verán condenada a la inutilidad la mayor parte de sus conocimientos. Esa basura se acumula en el interior de la memoria, y disturba todo su aparato cognoscitivo y emocional. En cambio el sistema educativo apenas encuentra sitio para otras enseñanzas prácticas y ejercitables, como la poesía, la plástica, la música, el teatro, la filosofía, las lenguas clásicas, la astronomía, la historia o la naturaleza, en todas sus manifestaciones.

Aunque al final todo haya afluido al resultado descrito, esto es, el modelo superproductivista depredador, la historia de la socialdemocracia es una buena historia, al menos comparada con otras. En cambio sería patético seguir instalados en ella, cultivando la autocomplacencia en el actual modelo, a modo de patrimonio histórico acumulado. Un buen socialdemócrata de hoy, si es que hay que seguir gestionando ese rótulo, debería esforzarse en reclutar las endorfinas críticas del sistema, como paso previo a intentar cambiarlo. Tomar conciencia (una vieja expresión) de que el modelo es como es: tal vez el mejor de los hasta ahora conocidos, pero terrible en su potencial destructivo, si no rectifica a fondo y cuanto antes. Salir de la autocomplacencia en que hoy sestea.

Quizás la única vía para superar el horizonte del modo de producción socialdemócrata sea la formación, igual que lo vieron los padres fundadores cuando defendían la escuela pública. Ya que el sistema descansa y se reproduce en los saberes, ¿no serán otra vez la cultura y la educación el campo de batalla para cambiar las cosas? El objetivo de hoy sería reciclar tanta basura intelectual acumulada. Desamortizar poco a poco los terrenos infértiles del conocimiento -las actuales manos muertas- e ir introduciendo saberes que sean útiles y prácticos para el fin de proporcionar felicidad y capacidad crítica a la gente, es decir, justamente para un fin que la inteligencia orgánica del sistema considera inútil e impráctico. Hay sitio, en las cabezas y en los planes de estudio, para que esos saberes convivan con las destrezas aplicables a la producción de lo que hoy llamamos "bienes". ¡Cómo no va a haberlo si la mayor parte de lo que se aprende no sirve luego para nada! ¡Caramba, no es posible que el horizonte de la izquierda consista en que todos sepan inglés e informática!

Pedro de Silva es escritor y abogado.

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