Hoy empieza todo
Lo último que se ve en la película de Tavernier Hoy empieza todo son las caras de los niños que intervinieron en la película y que ahora, al filo de los títulos de crédito, miran por fin a la cámara, como si el director les hubiera dicho: "Ya podéis mirarla". La mirada sensible de Tavernier se ha metido en la vida de los niños con una prodigiosa invisibilidad. Les vemos cantar sus canciones infantiles, esas canciones con las que los pequeños aprenden palabras difíciles y gestos y la música del lenguaje. Asistimos a la vida de una escuela infantil en una ciudad minera de Francia, Anziers, castigada por el paro y la desesperación. La vida de la escuela, y también la vida que los niños traen de sus casas, una vida más pesada de sobrellevar que las mismas carteras que arrastran por las mañanas. Padres sin trabajo, madres con inapetencia vital, que abandonan a sus hijos tal y como se abandonan a sí mismas.En ese ambiente vemos trabajar a los maestros, que empiezan el día con una desesperanza íntima que no les lleva a la desidia, sino a todo lo contrario, a trabajar a cada momento como si de ese día dependiera todo: el futuro de unos niños a los que hay que ayudar a que tengan futuro. Maestros que desean creer que la educación es necesaria, es un derecho, y es una liberación, sobre todo, para los más desfavorecidos.
En un momento de la película, una maestra se dirige a la cámara, como si se tratara de un documental, y pronuncia unas palabras que bien debiéramos aplicarnos los padres, como una lección de historia presente. Es una mujer ya entrada en años, a punto de jubilarse, y cuenta cómo ha cambiado la educación de los niños desde que ella empezó a enseñar. Cuenta que los hijos de los pobres estaban antes mejor atendidos en sus casas, que la pobreza no estaba reñida con la dignidad, que los padres más humildes inculcaban a sus hijos el deseo de saber, de superarse, de aprender aquello que a ellos se les había negado. Ahora vienen a clase, sigue diciendo la maestra, y tenemos que enseñarles hasta a decir buenos días, a pedir las cosas por favor, a sentarse bien a la mesa, porque no saben hablar, sus padres casi nunca están en casa y sus madres pasan el día viendo la televisión o se la ponen a ellos para poder estar tranquilas.
Escuchaba las palabras de aquella mujer, que no he llegado a saber si era una actriz con una capacidad fabulosa para parecer una maestra o, al contrario, si era una maestra con unas dotes increíbles para la interpretación, y creía estar oyendo las palabras de los maestros de tantos barrios obreros de Madrid que he visitado o bien para hacer reportajes o para dar charlas. Era increíble que fueran las mismas palabras de algunos maestros del Pozo del Tío Raimundo, de algún colegio de San Blas, de algún colegio de Carabanchel. Un maestro del Pozo me contaba que antes, en los años cuarenta, cincuenta, venían los pobres con una mano detrás y otra delante, se construían su casa clandestinamente, en una noche, y de ese esfuerzo, de esa lucha bestial nacía el deseo de que sus hijos tuvieran un porvenir mejor. "Alguna vez venían al colegio para hablar con nosotros", decía el maestro, "y nos consideraban una parte fundamental de ese deseo. Hoy, en muchos casos, no podemos contar con los padres, a no ser que aparezcan de pronto para amenazarnos por haber reprendido a su hijo".
Hoy empieza todo es, por encima de cualquier lectura, un canto a la educación, y no sólo porque sea un derecho para los más pobres, es porque es algo urgente, una necesidad, la única llave para un futuro distinto. Y la pregunta es: ¿a qué se debe ese desinterés de los padres, a qué se debe que ya no les preocupe tanto lo que vaya a ser de sus hijos, que no les importe que sean educados, considerados, disciplinados? Tal vez la respuesta esté en que ellos tenían la pobreza y las clases favorecidas y pensantes les dieron, como regalo envenenado, una pedagogía sin más normas que la satisfacción de los deseos individuales, los deseos más superficiales, más inmediatos: unas zapatillas de marca, una camiseta, unos pantalones y una falta absoluta de conciencia cívica. Se publica estos días un estudio sociológico del que se desprende que los españoles carecemos de este sentimiento, de conciencia cívica. Muchos maestros ya lo sabían.
Termina la película de Tavernier con las miradas de los niños y la gente abandona la sala en silencio. La película, que alcanza unos momentos poéticos hoy tan poco frecuentes en el cine, nos provoca una congoja íntima, porque no se trata del radicalismo previsible de Ken Loach, aquí no hay doctrinas, es simplemente la mirada respetuosa, dulce y verdadera del sabio Tavernier.
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