Caballos
J M. CABALLERO BONALD
La fascinación del hombre por el caballo viene del fondo de la mitología y llega a las cumbres de la historia. En ciertas regiones sobre todo el caballo constituye una auténtica clave cultural, una referencia simbólica que se ha mantenido inalterable a través de los siglos. Por ejemplo, en Andalucía la Baja -especialmente en Jerez, Sanlúcar y El Puerto-, esa eminente comarca vinícola donde el caballo no ha dejado de evolucionar, desde que aparece en los Romanceros medievales, por los campos de la vida y de la literatura. En cualquier hipotético escudo de esa zona andaluza, la imagen del caballo debería ser como la alegoría de un rango de nobleza y, al mismo tiempo, de una ejecutoria popular.
Pero existen sin duda muy variadas formas de afición ecuestre, de acuerdo con toda una serie de lógicas matizaciones sociales. A partir de aquella primera genealogía de caballos andaluces desembarcados con los árabes, su presencia ha sido constante en un sinfín de episodios vinculados al amor y la guerra, el trabajo y el ocio, la fiesta colectiva y el deleite privado. Aparte de las estampas tradicionales, muy asociadas en Jerez a la casta cartujana, la atracción por las formas ecuestres de la belleza va, sin embargo, más allá de cualquier privilegio y define muchas otras vertientes humanas y artísticas.
La labor que viene desarrollando en este sentido la Escuela Andaluza de Arte Ecuestre resulta de veras admirable. He presenciado más de una vez los espectáculos organizados por esa institución jerezana, cantera magnífica de jinetes y responsable de la doma de extraordinarios ejemplares equinos. Pero hay algo que, al margen de esa irreprochable actividad, me desconcierta un poco como espectador. La Fantasía Ecuestre que actualmente presenta la Escuela, heredera del anterior montaje de Cómo bailan los caballos andaluces, continúa exhibiendo para mi gusto no pocos artificios circenses. Sin duda que ahí se alían un arte y un oficio espléndidos, pero las evoluciones de los bellísimos caballos adolecen quizá de una excesiva afectación, de un ostensible acatamiento al más difícil todavía de la doma clásica o vaquera. Digamos que se trata de la contrapartida de esa genuina imagen del caballo enganchado a un carruaje, paseando por la campiña o la playa o galopando libremente en un hipódromo. Es posible que se trate de una objeción suspicaz, pero no caprichosa.
Jerez, que será de modo indisputable la sede de los Juegos Ecuestres del 2002, ha recuperado también últimamente el muy británico deporte del polo. Importado a la ciudad hace más de un siglo, el polo estuvo muy unido a las grandes familias bodegueras de Jerez y, a la vez que una competición deportiva, tuvo mucho de exclusivo reclamo social. Quizá lo siga teniendo, pero ya de otra manera. En cualquier caso, el eje fundamental sobre el que giran las glorias y vanaglorias del caballo sigue perpetuándose en esta región bajoandaluza con todas sus históricas preeminencias. Habrá que confiar en que semejante esplendor ecuestre vaya intensificando su trasvase entre el campo y la ciudad. A ver si así el caballo como unidad estética desplaza finalmente al caballo como unidad de potencia. Pues eso.
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