Luz de otoño
Faltan apenas cinco días para que nos quiten una hora de sol, quiero decir de luz, que en esta época del año es gran gala. Una hora de luz, quiero decir de sol, en pleno estiaje a lo mejor pasa inadvertida o puede que se llegue a agradecer si llevaba la calentura propia de la estación; pero en otoño es un tiempo precioso que se valora minuto a minuto.Cinco días apenas faltan para que se haya de cumplir la directiva europea sobre el horario de invierno, que es subsidiario del ahorro energético. A las 3.00 horas del domingo 31 de octubre, todos los relojes de la Unión Europea se retrasarán a las 2.00 horas, con lo cual ese domingo de 25 horas compensará el domingo de 23 horas en que se convirtió el último del pasado mes de marzo cuando a las 3.00 horas adelantamos el reloj a las 4.00 horas.
Hay ciudadanos que se quejan de los trastornos que les producen estos cambios de horario. Algunos nervios tardan meses en calmarse, y apenas lo han conseguido ya les están cambiando el horario otra vez. No sé... Quizá por estas o parecidas razones hay tanto pusilánime por ahí, tanto pesimista, tanto resentido con el mundo, sus pompas y vanidades.
Según algunos estudios, gracias al adelanto de una hora ahorraremos en España 11.000 millones de pesetas, que ya son. Uno no es que se lo crea del todo, pues barrunta que el cálculo se basa en el arte de birlibirloque , pero lo acepta por pura disciplina, forjada en la tolerancia, la solidaridad y el espíritu europeo. Sin embargo, aun aceptando ese cuantioso caudal de ahorro -¡11.000 millones de pesetas!, se dice pronto-, niega que justifique el escamoteo de una hora de luz que vamos a padecer durante toda la invernada.
Una hora de luz, en el otoño madrileño, no tiene precio. La luz de tarde que ahora disfrutamos además de su impagable encanto posee una lógica. Acabamos de almorzar y no se está extinguiendo el día; antes al contrario, sigue un declive gradual y pausado que nos permite callejear sin necesidad de que enciendan las farolas. Y en ese declive gradual de la luz todo Madrid -sus edificios, su entorno, sus campos, su cielo- toma un color broncíneo, con unas gamas fantásticas que van del granate intenso al oro más limpio -oro blanco podríamos decir- según la luz del atardecer se vaya alejando y dejando sobre la ciudad, los campos y los cielos sus últimos brillos.
Atrasaremos la hora -cinco días quedan apenas para el cambio- y todas esas gamas y esos colores de la luz se habrán ido de súbito. Con el nuevo horario -tenemos la larga experiencia de los muchos años-, la tarde cae vertiginosa y se nos viene encima. Como un atentado a la alegría de vivir. Apenas terminamos el almuerzo y en plena sobremesa ya apunta el ocaso; en menos que queramos esperar, ya habrá entrado la noche. La belleza del otoño madrileño, de sus dorados atardeceres, de la dulce melancolía que inspira su contemplación a los ciudadanos sensibles, se quedan sólo y en exclusiva para las abstracciones febriles de los poetas soñadores.
La cuarta estación del año se queda en un tránsito oscuro que discurre sin entidad propia en rápida demanda de la Navidad. Con el horario europeo de invierno, el otoño deja de existir. Cide Hamete Benenjeli, filósofo mahomético, venturosamente no influido por ninguna opción política ni sujeto a ninguna directiva europeísta, distinguía perfectamente las estaciones de la vida, que son cinco: primavera, verano, estío, otoño e invierno.
El mundo anda en redondo, o a la redonda, decía Cide Hamete Benenjeli, revelador de las andanzas de Don Quijote de La Mancha. Quería significar el filósofo mahomético que el mundo se desenvuelve solo, que va a su aire, que no necesita ni guías ni cortapisas. Cada día sale el sol -aunque haya nubes sale, allá penas si no se ve-, en su momento se oculta, y durante el periplo, de Levante a Poniente ha trazado un arco de color, en el que se amparan muchos afanes e ilusiones. Todo lo cual no tiene precio. Los 11.000 millones que dicen se van a ahorrar acortando el arco no son nada -si acaso, calderilla, vil metal-al lado de la alegría y la belleza que se dejarán perder.
La magia de los atardeceres constituye una de las principales riquezas espirituales que trae el otoño madrileño. Y nos lo van a secuestrar. Un año más.
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