Antonio Fernández, promotor flamenco
El domingo pasado murió, en el hospital de la Princesa, de Madrid, Antonio Fernández, al que Enrique Morente definió como "el penúltimo promotor romántico". La ciencia del doctor José Luis Barros, que lo fue de José Bergamín y que se convirtió en amigo del alma de Fernández, logró alargar varios años la vida de este hombre único, madrileño y castizo, menudo y cabal, bohemio de una pieza. Gran acierto, científico y humano, porque Fernández era un auténtico personaje, poseedor de una gracia sutil e inimitable y de una palabra tan firme como lo fue su amor al flamenco. Murió sincero y digno, y tan pobre como habían pronosticado sus amigos al ver sus juergas espléndidas en el Candela o Casa Patas.Durante cuarenta años, Fernández llevó a los mejores artistas flamencos a los mejores escenarios de España, Europa y América. Precursor del flamenco-espectáculo, el duende le picó porque vivía en la calle Barbieri, a 50 metros escasos de Los Canasteros, el tablao que abrió Manolo Caracol en 1963. Renunció al sueldo seguro de funcionario de la Seguridad Social cinco años después: Caracol lo mandó a buscar "al niño rubio de San Fernando", Camarón de la Isla. Y Fernández fue a la Venta Vargas y a su casa, donde Juana Cruz, la madre de Camarón, le dijo que se había ido de fiesta con El Cordobés. Fernández lo encontró noches después, en la boite Xairo de Madrid, le oyó cantar y le firmó una exclusiva. Durante cuatro años recorrieron España con Paco Cepero.
Antonio Fernández tuvo su despacho en la Gran Vía, aunque no necesitaba más oficina que su olfato ni más parafernalia que sus elegantes chaquetas en invierno y sus guayaberas cubanas en verano. Su palabra le valía a todo el mundo.
Por sus manos pasaron El Gallina, El Sordera, Fernanda y Bernarda, El Chaqueta, El Güito, Peret, Los Chorbos, Las Grecas... Los flamencos sabían que se entregaba en cuerpo y alma. "El 10% que ganaba con ellos nunca llegaba al día siguiente. Me lo gastaba con ellos esa misma noche, oyéndoles cantar hasta el amanecer". Y él les perdonaba cualquier sinsabor: "Ellos nunca han tenido dinero, y cuando lo ganan, se olvidan del apoderado. Lloras, pierdes los nervios... Pero te hacen gozar como nadie".
Un poco de todo eso tuvo el 2 de septiembre de 1997, cuando el Cuartel del Conde Duque se llenó para asistir al homenaje que le dispensaron algunos de sus pupilos.
Ese día, igual que ahora, el mundo del flamenco le recuerda como lo que fue: un caballero lleno de dignidad, de embrujo y de sabor.-
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