Festejos otoñales
El comienzo del otoño ha sido, en buena parte de España, tiempo de fiestas, imagino por la vecindad de las vendimias, asunto para celebrar por todo lo alto. Queramos o no -deja de ser cuestión volitiva-, el meollo de las celebraciones se está reduciendo a las corridas de toros. Las procesiones con el santo o la Virgen desaparecen, con los juegos florales, las carreras de sacos matutinas y los fuegos artificiales. Es un hecho, no una opinión ni una toma de posiciones, tampoco aplauso o condena. La tradición taurina, que estaba perdiendo adeptos, se ha revitalizado, entre otros factores -pienso-, por la incorporación masiva de las mujeres sobre las gradas, generalmente de piedra o de cemento. Es un público, un elemento decisivo en cualquier actividad, como es otro acontecimiento en alza que asistan, en mucho mayor número, a los partidos de fútbol. Ya sé que en todo momento ellas han acudido a ambas manifestaciones en calidad de espectadoras, pero me refiero al notable incremento numérico y de participación. De forma más significativa que en cualquier otra época, incluso toman parte, con aún considerable resistencia de los varones, en el llamado mundo del toro. Hubo señoritas toreras, futbolistas y pelotaris, dispuestas a competir en el universo masculino, en cantidad creciente, aunque sin haber alcanzado las más altas cimas, y no por falta de entusiasmo y vocación. Llegarán a ello. Un extravagante sujeto mantiene que algunos sectores radicales no cejarán hasta que se celebren corridas de vacas, lo que me parece una salida de tono.Hecho, pues, demostrado al día de hoy, que la llamada fiesta nacional señorea el asueto jubiloso en casi todos los lugares de nuestro país, especialmente en este tiempo que estamos viviendo. No sólo la lidia y muerte de media docena de herbívoros, criados para tal fin, sino la incorporación de suplementos foráneos que, a mi modesto entender, no añaden, sino restan interés a este ritual más pagado que pagano. Me refiero a que muchas localidades, en las cercanías de Madrid, parecen proponerse la excesiva identificación con otras latitudes imitando, de forma un poco ridícula e invasora, las predilecciones ajenas y trayendo peculiaridades postizas. Cualquier lugar de La Mancha quiere parecerse a Pamplona, lo cual, en sí, no es reprobable, sólo en el sentido de que viene realizado de manera pública, estruendosa y gratuita. En cualquier villa o pueblo se consuman los peligrosos encierros urbanos, aunque alcen talanqueras y vallas marcando el itinerario. Las pantorrillas manchegas difícilmente pueden competir con las navarras en ese incomprensible gesto de correr delante de unos animales asustados a las ocho de la mañana. Asumido bajo la advocación y patrocinio de san Fermín, se ha convertido en discutible deporte que dura apenas un suspiro y puede dejar secuelas fatales.
Otra importación es la de las peñas adictas, con bandas de música, cuyos componentes de ambos sexos, vestidos de blanco, con fajas y pañuelos de diversos tonos, rivalizan por las calles y dentro del propio coso en la tarea de producir ruido ensordecedor, si con mayor estruendo, mejor. Resulta especialmente penoso, para aquellos a quienes importan las esencias patrias, el declive incontenible de una exclamación, típicamente taurina, que apenas o nada se escucha ya en las plazas: el ¡olé! agudo, usual en Sevilla, y el ¡ole! grave, recortado y anhelante en los graderíos cordobeses. Al menos eso creí entender a mis amigos Luike y Escamilla en un pasado almuerzo.
Quien no aprecie lo ceremonial de esa fiesta tendrá difícil entenderla y, si es posible, amarla. Recomendaría a los tibios aficionados asistir, sólo de vez en cuando, a una corrida, como entretenimiento, siempre que conozcan las enrevesadas líneas maestras de ese arte o espectáculo y descifren lo sustancial, el apresurado adiestramiento de una fiera, con más de 500 kilos, que del asunto sabe menos que un turista lituano, para circular y embestir la tela que le ofrece un bípedo, hacer lo que éste se propone y morir, con mayor o menor rapidez, diez minutos después de haber sido picado y banderilleado. Con un ojo en el albero y otro en el callejón, me emociona y admira el irremediable abandono, la soledad de tres en compañía de los toreros que se juegan la vida en los festejos otoñales.
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